Javier Castañón. Maestros que dejan Huellas


Una Pedagogía de la Serenidad



Rolando J. Núñez H.

“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”
(Baltasar Gracián).

Con bastante frecuencia tenemos y cultivamos la idea de que el docente tiene que ser una suerte de showman, una especie de comediante que además de entretener, enseñe, o viceversa. Si el docente no derrocha recursos, instrumentos y herramientas didácticas no es pedagogo, según las sentencias de docentes y no docentes, la gran mayoría de las veces sustentados en prejuicios y lugares comunes pescados al pasar.  De modo que el buen maestro, según la opinión extendida, es aquel que habla mucho, gesticula a raudales y mantiene divertida a la concurrencia. Nadie niega que las dinámicas de grupo y las estrategias didácticas no tengan su lugar, especialmente si se trabaja con niños o con adolescentes que se abren a la vida, a la reflexión, a la madurez; pero de ahí a que todo deba ser fiesta y jolgorio dentro de los salones de la escuela, hay un gran trecho, es más, tal parece que los desatinos y extravíos de la educación actual vienen precisamente de esa idea alegre de lo educativo, del aprendizaje.
Lo anterior viene a colación porque a veces conocemos educadores que, sin mucho aspaviento, se desmarcan de estos clichés y, de una u otra manera, marcan la diferencia. Javier Castañón fue uno de esos maestros. Cuando sus ex alumnos rememoran sus clases hablan de un profesor sereno, pausado, comedido en sus frases e intervenciones, de un laconismo proverbial. Uno de estos docentes que no llega a clase a apabullar con su “conocimiento” sino que más bien se presenta ante sus estudiantes con una propuesta de trabajo, con un texto para ser leído hermenéuticamente. Su especialidad era la historia y eso fue lo que enseñó hasta su jubilación, en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL – Maracay). Muchos de esos pupilos que tuvo en sus clases, y que hoy son docentes en ejercicio, lo recuerdan por algunas de sus frases: “Eso no está pensado”, por  ejemplo, para ubicar a un estudiante que trataba de hacer una interpretación histórica del pasado con categorías, prejuicios o percepciones del presente. Los ex alumnos recuerdan también su “manera de dar las clases”: “podía pasarse toda una clase, o varias, con una página del libro que nos había propuesto para trabajar en clase, pero así se paseaba por toda la historia y hacía unos análisis tan profundos que uno quedaba impresionado de todo lo que te había enseñado con esa sola página”. Otro de los rasgos que vale la pena destacar de esta forma de enseñar es que Javier nunca alzaba la voz, siempre hablaba con una tranquilidad y una elegancia singulares; de esas personas que parecen no molestarse nunca. Nada de gritos, nada de puestas en escena; su clase consistía en leer a un autor y dialogar desde allí con sus interlocutores; evidentemente, sobre la marcha, estos iban descubriendo un pozo de conocimientos, investigaciones y enfoques de la historia que estaban estudiando. Llama la atención el testimonio de uno de los egresados de la universidad que manifiesta su respeto y reconocimiento al profesor aun cuando no estuviera de acuerdo con él en lo metodológico y en su concepción de la historia, pero no deja de destacar su profundo conocimiento de la historia y la mesura para comunicar esos saberes. Nadie niega que hubiera estudiantes que se fastidiaran y se fueran de clase pero ya hemos señalado que uno de los grandes males de nuestra educación contemporánea es la ligereza y la superficialidad de buena parte de la galería. En todo caso, esto nos hace recordar las clases de Wittgenstein, que al principio se abarrotaban de estudiantes que iban a escuchar al gran filósofo, pues la fama le precedía, pero que luego iban quedando solo con aquellos que realmente entendían los soliloquios del catedrático que cerraba los ojos y hablaba en una especie de trance místico.

¿Qué bondades nos ofrece una “pedagogía de la serenidad”? Nos parece que son múltiples, pero destacaremos dos: en primer término, concebir la práctica educativa desde esta ecuanimidad existencial implica tener en cuenta el carácter y la personalidad del docente; aunque no todos tenemos el mismo talante temperamental también es verdad que todos podemos hacer un trabajo de autodisciplina y control del carácter para relacionarnos mejor con el entorno, con los otros. La serenidad sería pues, desde esta perspectiva, un valor, un hábito a cultivar. Esto implicaría un trabajo de autoconocimiento y perfeccionamiento humano, espiritual e intelectual. En segundo lugar, el favorecer y cultivar una “pedagogía de la serenidad”, que implica una visión de lo educativo y de la vida, significa formar a nuestros estudiantes para dirimir, debatir y resolver conflictos, diferencias y formas de ver las cosas desde el diálogo, desde la escucha, desde el reconocimiento del otro. Otra forma de enseñar.  
Cuando hablamos aquí de una “pedagogía de la serenidad” no lo hacemos porque Castañón hubiera elaborado una teoría pedagógica al respecto; nos ubicamos más bien desde una perspectiva que pudiese elaborar un camino pedagógico desde esta forma de enseñar pues estamos, nos parece, ante una concepción de la enseñanza, de la vida y de las ciencias de la educación. Esta postura es particularmente significativa en una realidad como la nuestra en la cual el enseñar se ha banalizado hasta tal punto que buena parte de los que se ponen frente a un auditorio estudiantil parecen campanas que suenan pero que no están diciendo nada, y esto sucede porque cada vez los que se dedican a la enseñanza estudian menos, investigan menos y leen menos. Si algo necesita nuestro sistema escolar actual es docentes que se dediquen al estudio y al trabajo intelectual serio, consistente, para luego ir a las aulas de clase a presentar a sus alumnos discursos sólidos, sustentables, que resistan un análisis mínimo. Cuando lo que abunda es “palabreros” que afirman haber leído cuando lo que en realidad han hecho es manosear títulos, portadas y resúmenes mal digeridos, figuras serenas como la de Javier Castañón vienen a rescatar el valor del estudio, la enseñanza y la investigación.
Educar desde el silencio es posible si amas lo que haces, te formas para ello y nunca dejas de aprender, pareciera ser la lección de vida de un catedrático como Javier; un estilo educativo de muy pocas palabras pero de gran densidad en aquello que dejó dicho. Desde la serenidad, desde la palabra meditada, reposada, también se puede educar. El profesor Javier Castañón había nacido el 10 de marzo de 1954 y murió en la ciudad de Madrid el 07 de abril de 2020, tras una vida dedicada al estudio, a la investigación de la historia, de la cultura, de las civilizaciones y a la enseñanza.   


Comentarios

  1. Excelente escrito Profesor Rolando y ciertamente el Profesor Castañón fue un docente de esa Pedagogía de la Serenidad,con animo siempre de enseñar pero de una forma que el dominaba y con conocimientos muy amplios de la historia,sin alardes y de verdad se notaba su preparación con su tranquilidad caracteristica.Tuve la dicha de aprender de él en un salón de clases de Ciencias Sociales en mi querida UPEL Maracay.Los buenos Maestros no se olvidan.

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  2. El texto es hermoso y la caracterización que usted hace del profesor, es admirable. La pedagogía de la serenidad, como muy bien lo describe, debe ser un trabajo de nosotros los docentes, día a día. Es un valor, ser serenos. Nos ganamos la atención de nuestros estudiantes, por como les explicamos, por el conocimiento sin tanto alarde, pero también, por el cariño y por esa serenidad que explica en su escrito.

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  3. Dévora Margarita Marchan9 de junio de 2022, 11:48 a.m.

    Excelente su artículo. El Profesor Javier Castañón es un ejemplo a seguir; parte de mi quehacer incestigativo lo debo a él. Exigente y contundente, pero además con una extraordinaria calidad humana. Fue mi gran TUTOR en mi Maestría En Enseñanza de la Historia.

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