Pensamiento Filosófico y Pedagógico: David Hume
DAVID HUME: UN PENSADOR ILUSTRADO Y LAS IMPLICACIONES
FILOSÓFICO – EDUCATIVAS DE SUS IDEAS
Rolando
J. Núñez H.
@Sisifodichoso
“Hume realizó un servicio considerable a la filosofía,
mostrando por un lado cómo la confianza crítica en
la razón había dado en el dogmatismo y, por otro
lado,
reduciendo al absurdo el empirismo puro,
allanándole el camino a Kant” (Alfred Ayer).
I.-
Trazos biográficos del autor.
La vida de un hombre, o una mujer, es lo que este hace, dice y piensa, a lo largo de toda su andar existencial. De Hume podemos afirmar que es un intelectual integral, dedicado por entero a la filosofía y a los meandros que esta le va presentando a quien decide zambullirse en las agitadas aguas del debate epistemológico y metafísico, que a su vez tiene hondas repercusiones en los distintos pliegues de la vida. No llega a tener hijos y su única esposa, amante y compañera, es Sophia, cónyuge que le habían legado los clásicos y la tradición.
Dirá Hume de sí mismo lo que sigue:
“(…) he sido, digo, un hombre de apacible disposición, dueño de mi
temperamento, de talante abierto, sociable y alegre, capaz de adhesión pero
poco susceptible de enemistad y de gran moderación en todas mis pasiones”[1].
Será en la ciudad de Edimburgo (Escocia) en donde nazca en 1711 este hombre que
se presenta como apacible y moderado. Nace en el seno de una familia de cierta
tradición aristocrática, y ya bastante teñida del espíritu burgués de la época,
que poseía moderadas posesiones; de modo que no eran acaudalados pero bien
podían vivir de sus rentas.
No obstante, el futuro “filósofo del
sensualismo” pierde a su padre a temprana edad, por lo cual queda al cuidado,
junto con el resto de la familia, de su abnegada madre. Luego la fortuna
familiar, tal como se estilaba en la sociedad de la época, pasará a manos del
hermano mayor, quedando para David una modesta renta que le motivará, a lo
largo de toda su vida, a preocuparse por asegurar una cantidad mayor de dinero
que le permita vivir holgadamente.
Aunque el designio familiar era que
David estudiara leyes éste manifiesta que su único deseo es dedicarse a los
temas filosóficos; en su brevísima autobiografía confiesa: “Y mientras mi familia
me imaginaba dedicado escrupulosamente a la lectura de Voet y Vinnius, eran
Cicerón y Virgilio los autores que devoraba en secreto”[2].
De ahí que se debata continuamente entre el retiro propio del filósofo y los
cargos u ocupaciones necesarios para hacerse con un buen capital personal, al
mismo tiempo que de ciertas relaciones sociales y políticas, que le aseguren
estabilidad y seguridad. De aquí también que sus 55 años de vida se repartirán
entre el aislamiento que exige el ejercicio del pensamiento y el arte de la
escritura y, por otro lado, en cargos políticos y diplomáticos que lo llevarán
a vivir fuera de su país por periodos más o menos prolongados.
Hume dice que viaja a Francia hacia
1734 (después de haber fracasado como comerciante y/o jurisconsulto) con la
pretensión de dedicarse a sus estudios en un lugar apartado y campestre y allí concibe
su “plan de vida”: “decidí que una estricta frugalidad supliera mi deficiencia
de medios de fortuna para conservar incólume mi independencia, y considerar
como despreciable todo objeto que no condujese al mejoramiento de mi talento
literario”.[3]
En Francia escribirá el Tratado sobre la naturaleza humana que
fue ignorado por el público y motivo de gran decepción para el autor que,
aunque continuamente insiste en su humildad y modestia, en la práctica parecía
ir afanosamente tras la fama y el reconocimiento de sus contemporáneos.
A su regreso de Francia convivirá un
tiempo con su madre y su hermano en Escocia. Por esa época publica Ensayos sobre moral y política, obra que
tiene un poco más de éxito editorial que la anterior; esto lo decide a
reescribir el Tratado, obra que
reaparecerá en 1748 con el título Ensayos
filosóficos concernientes al entendimiento humano y que hoy conocemos con
el título que apareció tres años después de
Investigación sobre el entendimiento humano, y que, según el autor, es su
obra más acabada, restando valor incluso a lo que había sostenido, o cómo lo
había sostenido, en el Tratado.
En
1745 Hume intenta conseguir una cátedra de ética pero su fama de ateo y
escéptico le cierran las puertas a cualquier cargo público. Por esto tiene que
fungir de profesor privado hasta que sale del país para ejercer como secretario
del general St. Clair.
En
1752 publicó también Investigación sobre principios
de la moral, otra refundición del tratado. La tan deseada fama le llegará,
más o menos, con la publicación, en 1752, de sus Discursos políticos. Ese mismo año es nombrado bibliotecario de la
Facultad de Derecho de Edimburgo. A partir de entonces se dedica a escribir
sobre la historia de Inglaterra, labor que le traerá alegrías y también
sinsabores por las posturas asumidas en sus obras de carácter historiográfico.
Esta faceta del pensador es lo que hace que no solo sea reconocido como
filósofo sino también como historiador.
En
1763 volverá a Francia donde desempeña el cargo de secretario de la embajada en
ese país. Esa estadía en París le permite entrar en contacto con los ilustrados
franceses y la corriente filosófica que se imponía, la “Ilustración”, así como
con todo lo que se denominó el “Enciclopedismo”. Llega incluso a regresar a
Inglaterra en compañía de Rousseau, pero dado el difícil carácter del ginebrino
la relación pronto se corta.
Hume
se desempeñó durante dos años como subsecretario de Estado para regresar en
1769 a Edimburgo; allí permaneció hasta 1776, año en el que murió. Había
escrito Diálogos sobre la religión
natural antes de 1752, y aparecieron publicados póstumamente en 1779, tal y
como lo había querido Hume puesto que, no obstante el carácter irreverente y
anticlerical de su filosofía, el autor nunca quiso enfrentarse abiertamente con
las autoridades religiosas de la época. Quizá fue esta también la razón por la
que sus ensayos sobre el suicidio y la inmortalidad salieron a la luz pública
primero anónimamente un año después de su muerte, y luego con su nombre pero ya
en 1783, también póstumas.
Luego
de esta ojeada apresura por la vida de este escocés que llevó hasta sus últimas
consecuencias el pensamiento empirista, queda la pregunta acerca de qué tal
sólida y sistemática fue su formación filosófica, puesto que, si bien no le
podemos negar una gran dedicación y amor a los estudios filosóficos, no es
menos cierto que no logramos hallar en su trayectoria vital estudios universitarios
o académicos formales; más aún, ni las referencias biográficas de otros
autores, ni las propias del filósofo, dan cuenta de algún maestro que haya
marcado significativamente a Hume; antes bien, lo que conseguimos es que Hume
es un crítico muy duro con Locke, por ejemplo, a quien pudiéramos considerar el
padre del empirismo inglés. Lo que conseguimos en Hume es un autodidacta que
compartió su tiempo con los compromisos sociales, laborales y personales con su
dedicación a afición a la filosofía. ¿Qué leyó verdaderamente de los griegos?
¿Qué tanto conocía a los escolásticos? ¿Se limita su formación filosófica a
Virgilio y Cicerón tal como destaca él mismo es sus pinceladas autobiográficas?
¿Por qué prefiere, en muchas ocasiones, decir que su gusto y predilección es
por la literatura? ¿Era para él lo mismo filosofía y literatura? Evidentemente
no se trata de descalificar de entrada al autor estudiado, pero si de plantear
la cuestión de que tan sólida pudo ser su formación y conocimiento de la
filosofía y no simplemente darla por supuesta, por consumada. Esto es
importante puesto que la obra de Hume es, para toda la filosofía, posterior a
él, una referencia, especialmente en el ámbito inglés, pero también en el resto
del mundo, allí donde se debaten temas epistemológicos que tienen que ver con
la ciencia, con la religión, con lo político, con lo educativo con lo social y
con lo lingüístico.
La
obra y el pensamiento de Hume tendrán incidencia en filosofías tales como el
positivismo (de Comte, en el siglo XIX), el neopositivismo, del siglo XX, con
los planteamientos del primer Wittgenstein, del Círculo de Viena y en el auge
del Método Científico como única manera de conocer la realidad. En buena medida
el nacimiento de disciplinas contemporáneas como la psicología (el primer
laboratorio de psicología data de 1879, con Wilhelm Maximilian Wundt, en
Leipzig) y la sociología, e incluso de la educación, tal como la conocemos hoy,
vienen del afán sensualista de este descendiente del Conde de Home o Hume, que
un día decidió apartarse de los designios familiares para él y dedicarse a su
gran pasión: la filosofía.
II.-
Contexto histórico.
En
el ámbito político es de destacar el
nacimiento de la primera monarquía parlamentaria en Inglaterra; esto pondrá a
circular la idea de que el soberano no es el rey sino el pueblo representado
por su parlamento. Por otro lado, la rebelión de las trece colonias ingleses
norteamericanas desemboca en un triunfo total que abre las puertas a un
conjunto de revoluciones en todo el mundo que desencadenan una nueva
configuración geopolítica, novedosísima para la época.
También
en el plano político la Corona inglesa profundizará su afán expansionista y
colonizador, no obstante el traspié sufrido en América. Esto es fundamental
para comprender las condiciones de posibilidad que pone Inglaterra para que en
ella se origine una filosofía como la “empirista” que le da más importancia a
lo que afecta al sujeto desde afuera que a lo que produce éste en su interior;
el hombre de mentalidad colonizadora necesita habérselas con el ambiente, con
el entorno que quiere conquistar; es la experiencia lo que se impone ante el
sujeto que conoce. Esto nos dice que toda filosofía, en su origen y
constitución, responde a una realidad, que es cultural, política y social; de
ahí que la pretensión metafísica y universalizante de la modernidad no sea más
que ficción, pero ficción violenta.
En
el plano geopolítico la situación
que se presenta en el XVII y XVIII no es menos variada y compleja. El “Sacro
Imperio Romano se había dividido en una pléyade de estados independientes que
se afanarían por labrar cada uno su propia historia. Así, España había visto
decaer su poderío como potencia, militar, económica y políticamente hablando.
Francia, Austria y Rusia, por su lado,
comenzaban a ensayar y perfeccionar formas de gobierno absolutistas.
Al
margen de la vida política y económica, europea, estaba Italia, dividida en
muchos y pequeños estados, aislados en sus propias fronteras u ocupados por
potencias extranjeras.
Por
su parte, la República de las Provincias Unidas de Holanda se había convertido
en un apéndice del poder británico,
después de haber perdido el esplendor que le caracterizó durante el siglo XVII
y que le permitió, entre otras cosas, ser mecenas y refugio de escritores,
pensadores, científicos y librepensadores.
Fue
en este momento cuando casualmente Inglaterra asumió su papel de potencia
hegemónica debido a su papel preponderante en los mercados mundiales, otra
razón más para exigir la creación de una filosofía, como la empirista, que
justificara y diera piso ideológico al expansionismo y colonialismo en boga;
una vez más, la acción se dirigía al exterior, al objeto, por eso la
importancia del conocimiento sensitivo, empírico, perceptivo. En esta época todas aquellas naciones
compartían la inquietud y el afán por “modernizar” el estado; es decir, por
aclimatarlo al nuevo modo de vida donde ya no el señor feudal, ni el
aristocrática, sino el burgués, determinaba el modo de vida y la forma de ver,
concebir y pensar la realidad. Eso es lo que justifica, histórica y
filosóficamente, la aparición de la “Ilustración” o “Siglo de las luces”, que a
continuación nos esforzaremos por pincelar.
Situada
entre dos revoluciones burguesas, la inglesa de 1688 y la francesa de 1789, la
Era de las Luces apostó por una fe ciega en la razón frente al predominio de la
teología y la verdad religiosa. Esto marca el ámbito cultural de hondas repercusiones en lo filosófico, religioso
y científico. El triunfo y brillo de la Ilustración cabalga sobre el descredito
de la tradición “medieval”, que en la escolástica tardía obviamente cae en
decadencia y exige una inmediata renovación; en buena lógica kuhniana[4]
diríamos que el paradigma se agota y tiene que ser sustituido, hay que volver a
empezar. Es eso precisamente lo que
hacen los ilustrados, reelaboran todo el conocimiento de la época y uno de los
principales artífices de esa tarea es precisamente David Hume. Los ilustrados
pasaran así de una fe a otra, de la creencia en la teología a la creencia en la
ciencia. No será sino en el siglo XX cuando nos demos cuenta de esto y de sus
efectos en la vida del hombre contemporáneo.
En
el plano estético, la élite intelectual
va a recuperar muchas de las manifestaciones artísticas clásicas pero bajo una
nueva visión, la de la modernidad que racionalizará e individualizará todo lo
que pretende conocer y “ad – mirar”. Se suponía que artistas como Monteverdi,
Caravaggio y Bernini habían dado a la naciente sociedad el placer de observar
la realidad sin los prejuicios propios
del Medievo. Esto que se persigue en la contemplación de lo bello será también
la búsqueda de lo filosófico y lo científico. Será la hermenéutica contemporánea
la que nos sacará de esa ilusión sensualista de que la realidad se puede
observar sin mediaciones. Hay sabemos que toda apreciación estética, o de
cualquier otra índole, es ya de por sí una “interpretación”. La corriente
barroca que se impone y despliega en la época también estará sujeta a esas
mediaciones. En este sentido la pretensión empirista, y más concretamente
humeana, de la pura percepción, basada en la sensación, coincide con esta
ilusión estética de la “observación” desprejuiciada de la obra de arte en
particular, y del mundo que nos rodea, y constituye, en general.
Al
despuntar el siglo XVIII, o siglo de las “luces”, Europa y, en general, el
mundo occidental, vivió un momento de gran efervescencia política y cultural,
tal como hemos señalado arriba; esto marca, define y da sentido a la sociedad
dieciochesca en la que le toca vivir a David Hume: ese será su humus social. Los significativos
cambios que habían sacudido la sociedad en el siglo anterior, en el XVIII
llegan a su plenitud. Superadas las terribles epidemias, y las inveteradas
hambrunas que solían acompañar las malas
o ausentes cosechas, y que parecían definir a aquellos pueblos europeos y a la
“historia humana” misma, aquellos hombres tuvieron la oportunidad de mirar el
mundo que les rodeaba con un espíritu distinto, optimista y lleno de esperanza
para el futuro.
La
historia de los grandes inventos y artificios de aquel siglo que condujeron
luego a la Revolución Industrial del XIX es, ante todo, la historia del ingenio
humano que continuamente pugna por hacer más fácil y confortable la vida. Va a
ser también signo del afán de dominio sobre la naturaleza y de unos hombres
sobre otros. Las sociedades del momento empiezan a desacralizar la realidad,
hasta el punto de irse al otro extremo y pretender convertirse en re –
creadores de ella; buena cuenta de ello darán obras literarias posteriores como
el “Frankenstein” (1818) de Mary Shelley, en donde se critica y satiriza ese
afán del hombre por igualarse con Dios y pretender que todo puede ser conocido
mediante los sentidos, la razón y la ciencia. Este clima social, y por supuesto
intelectual, nos explica en buena medida la razón por la que aparece una
filosofía como la empirista[5]
que privilegia lo sensual por encima de lo racional, aunque sin desecharlo ni
menospreciarlo, pero que se mantiene, de alguna manera, en la dicotomía
epistemológica cartesiana del sujeto y el objeto, dándole prioridad al objeto.
Lo que sí es innegable es que los cambios que se dan en estos dos siglos van a
tocar a todos los estamentos y clases sociales, y esto no pasa inadvertido por
aquel muchacho, llamado David Hume, que un día cambió los libros de derecho por
los de filosofía, según su propio testimonio.
¿Cómo
no afirmar el carácter político e histórico de la filosofía después de revisar
este panorama contextual en el que aparece la filosofía empirista? ¿Cómo
guardar silencio ante quienes pretenden a la filosofía, cualquier filosofía,
como un producto puramente metafísico y resultado de la elucubración solitaria
y ególatra de un autor? El ethos histórico y cultural de los siglos XVII y
XVIII nos indica clarísimamente entonces que no existe la filosofía, hay más
bien “filosofías” que se encarnan y crecen en una realidad determinada, y que
la filosofía empirista no podía nacer más que en ese contexto británico del
momento signado por la necesidad de expansión, de apropiarse del entorno
(político, social, estético y natural) y reelaborarlo para otro tipo de
sociedad, de cultura y de mundo – de – vida, que en aquel momento se estaba
revelando y constituyendo; este no es otro que el mundo de vida moderno, en
gestación y maduración desde el siglo XIX, con la aparición de los burgos (de
ahí el origen de la burguesía) que surgieron como resultado de las fracasadas
cruzadas que iban dejando pueblos y ciudades a las orillas de los caminos.
III.-
Pensamiento filosófico del autor.
La pretensión de Hume no es otra que
introducir el método de investigación experimental en la ciencia del hombre, es
decir, en la filosofía; para ello se le hará perentorio redefinir la ciencia,
ya que, según él, está consistiría “sencillamente en conocer las diferentes
operaciones de la mente, distinguir unas de otras y clasificarlas de manera
adecuada para corregir aquel aparente desorden que las rodea cuando se
constituyen en objeto de reflexión e investigación”[6]. Esto va a implicar caminar sobre el “piso
seguro” de la experiencia y la observación.
Hume va a postular también un
“escepticismo moderado”[7] que
pone límites al conocimiento humano: “Nada hay más libre que la imaginación del
hombre, aunque no pueda exceder aquella materia prima original suministrada por
los sentidos externo e interno”[8].
Para este filósofo el objeto
inmediato de nuestra experiencia son sólo “contenidos de conciencia”, es decir
percepciones, que el clasifica en dos: a) las impresiones, que son para
el autor todas nuestras percepciones sensoriales y las internas, es decir,
afectos, deseos y emociones, tal y como aparecen directamente en el alma b) los
pensamientos o ideas, que vienen a ser las “imágenes” de las impresiones
que tenemos cuando reflexionamos sobre ellas, las recordamos o las imaginamos.
Obviamente, las primeras tendrán preeminencia sobre las segundas puesto que
para Hume “El más vívido pensamiento es inferior a las más opaca de las
sensaciones”[9].
Según esta teoría del conocimiento,
pues, a partir de las “impresiones” surgen las “ideas simples”. Para Hume las
ideas no son sino un mal necesario, no nos queda más remedio que apelar a ellas
para poder ordenar el mundo racional y lingüísticamente y, obviamente, para
poder comunicarnos. De una gnoseología de este talante surge en la modernidad
la teoría de la “re – presentación” del mundo, el conocimiento humano no es
sino un espejo que refleja pálidamente la realidad. Es decir, lo que está en
nuestra mente no es la realidad sino una imagen invertida en el espejo de
nuestra mente, que ha sido “impresionada” con las experiencias. En lo que no se
detienen los modernos es que la imagen que me da un espejo de mi mismo, cuando
me paro frente a él, es una imagen virtual, invertida, y de alguna manera falsa.
Esto lo expresa muy bien Lewis Carrol (1832 – 1898) en su obra literaria[10]
al ironizar sobre la lógica (que él enseñaba en la Universidad de Oxford); si
leemos con atención sus cuentos descubriremos que, primero, no son para niños,
y, segundo, que entrañan una certera crítica a la racionalidad moderna que
pretende ser el reflejo fiel de lo que ocurre en el mundo “real”, pues a fin de
cuentas, aunque Hume se refiera a las “ideas” despectivamente, la modernidad
como globalidad, y la Ilustración particularmente, de la que Hume se declara
ferviente militante, se refugiará y venerara a la razón como piedra angular de
todo su hacer y decir. Esta epistemología es todavía hoy asumida como el estado
natural de las cosas, a tal punto que si buscamos en cualquier diccionario
usado por niños de primaria, nos dirá que “idea” es: “la representación mental
de la “cosa”, entendiendo por “cosa” lo que en latín significa, la “res”, el
objeto (de allí que Descartes de res cogitans y res extensa).
Este problema de la verdad entendida
como “representación” en la modernidad que revela Descartes, pero que se preanuncia
ya con autores como Bacon (Roger y Francis), Occam y Suárez (representante este
último de la temprana modernidad española), y que sigue marcándonos incluso
hasta hoy, es lo que hace muy difícil deslastrarse del ya viejo problema
positivista de conocer la realidad en base al atávico esquema de sujeto –
objeto. Es frecuente oír en nuestras universidades a investigadores y/o
metodólogos, o profesores de metodología, que se declaran cualitativos, pero
siguen utilizando el mismo lenguaje de las ciencias cuantitativas de hace 50 ó
60 años. No es extraño oír decir a ciertos “doctores” disparates tales como el
siguiente: “El investigador cualitativo tiene que ser objetivo”. El paradigma
positivista los posee; el lenguaje cuantitativo los habla, los hace hablar o
habla a través de ellos.
Hume nos dirá también que en base a
esa “ideas simples”, y a través de la imaginación, el ser humano tiene la
capacidad de constituir “ideas complejas”, puesto que estas no pueden surgir de
la impresión inmediata.
Esta conexión de ideas se alinea con
la ley de la “asociación”, que manifiesta la tendencia a pasar de unas ideas a
otras siguiendo los principios de: “Semejanza,
Contigüidad en el tiempo o el espacio
y Causa y Efecto”.[11]
El autor ejemplifica esto de la
siguiente manera: “Un retrato conduce naturalmente nuestros pensamientos hacia
el original: la mención de un apartamento en un edificio induce naturalmente
una investigación o discurso acerca de los otros; si pensamos en una herida,
difícilmente podemos impedirnos reflexionar acerca del dolor que la acompaña”[12].
Aquí, en el primer ejemplo el autor indica que la “semejanza” se ubica entre el
retrato y el original, la contigüidad en la investigación que induce la mención
del apartamento y la causa y efecto, en el segundo ejemplo, el dolor es efecto
de la herida.
De modo que para Hume, un concepto
sólo tendrá significado si los elementos de su idea correspondiente proceden de
impresiones. Como esto no sucede en la metafísica, ésta tiene que ser expulsada
de la filosofía: “La filosofía abstracta, (…), al estar fundamentada en una
actitud de la mente que difícilmente incide en el comercio o la acción,
desaparece cuando el filósofo sale de las sombras a la luz del día; tampoco
consiguen sus principios ejercer mayor influencia sobre nuestra conducta y
comportamiento. Los sentimientos de nuestro corazón, la agitación de nuestras
pasiones, la vehemencia de nuestros afectos, disipan todas sus conclusiones y
reducen al filósofo profundo a la condición de un mero plebeyo”[13]. Este es el fondo, como apuntamos al inicio de
este apartado III, el fin último de Hume y de toda la filosofía de la
ilustración, el fin capital de la modernidad, a fin de cuentas; se trata de
desmontar el modo escolástico de hacer filosofía que consiste en ir a los
fundamentos, a los “primeros principios” que es por definición la metafísica.
Para Hume es claro aquí que ser “filósofo profundo” es poco menos que
pecaminoso, es denigrante bucear en aguas profundas, es inútil plantearse
“porqués”. Esta consigna humeana y empirista por esencia, llegará a su máxima
expresión con el positivismo del siglo XX que ve el cientificismo del método la
panacea, el remedio a todos los males sociales. Esta es una actitud, ya
“natural” que se consigue cualquier docente que quiera poner a sus estudiantes
en la situación de problematizar la realidad, de cuestionar sus propias
creencias; ante la pregunta que intenta “profundizar” el alumno, sea
adolescente o adulto, le espetará con un: “profesor no se enrolle” o con un
“usted pregunta demasiado, vamos a lo concreto”, es decir, a lo que Hume
llamaría las ideas simples que sólo provienen de las impresiones sensoriales o
sensuales. Obviamente el simplismo de un pensamiento como este es alarmante;
una filosofía de este tipo es precisamente la negación de la filosofía misma,
que se define más por las preguntas que formula que por las respuestas que da.
Esta misma forma de mirar el
conocimiento la aplicará Hume para explicar la manera como establecemos los
juicios (él habla de verdades de razón y verdades de hecho) y para referirse a
la filosofía moral, prescindiendo de todo lo que sea especulación, cosa que,
como mínimo es contradictoria e ilusoria puesto que, para poder argumentar su
empirismo no hace sino recurrir a la especulación y a la abstracción.
IV.-
Implicaciones pedagógico – educativas del empirismo de Hume.
Hemos expresado ya que ninguna
filosofía es producto de la invención de un solo hombre; el empirismo, como
hemos visto, no es la excepción. Tampoco se puede entender el empirismo, y sus
consecuencias en áreas como la educativa, sino lo vemos en perspectiva y desde
una visión panorámica que lo conecte con los siglos y autores anteriores y
posteriores a él. Ya desde autores como los mencionados Roger Bacon (1214 – 1294),
Francis Bacon (1561 – 1626), Guillermo
de Occam (1280/1288 – 1349), había toda una atmósfera que pugnaba por desplazar
la manera de producir conocimiento y desplazarse así hacia lo experimental
sostenido por lo racional. Este mismo espíritu y crisis paradigmática, o
epistémica, si queremos llevarlo más a fondo, se manifiesta en lo pedagógico
con autores tales como Juan Amós Comenio (1592 – 1670), como podemos ver,
anterior a Hume; Juan Jacobo Rousseau
(1712 – 1778), contemporáneo, e incluso contertulio, con Hume; Johann Heinrich Pestalozzi (1746 – 1827), con
su afán de enseñanza de la “medición” y Johann Friedrich Herbart (1776 – 1841),
considerado un filósofo de la educación cientificista, fuertemente influido por
Rousseau y Pestalozzi.
Esta nueva concepción de la
educación, llamada “Pedagogía Moderna”, que tiene para muchos su paternidad en
la obra de Comenio con su Didáctica Magna,
va a ser calificada de “Realismo pedagógico”, y no puede ser comprendida sino
la estudiamos en íntima relación con el empirismo y con el racionalismo, dos
tendencias que Inmanuel Kant (1724 –
1804), quien proclamará que Hume “lo despertó del sueño dogmático”, hará todo los esfuerzos por conjugar para
elaborar así la síntesis “perfecta” del pensamiento moderno. Veamos pues,
grosso modo, cuales son los elementos fundamentales de esa “pedagogía
realista”.
Así como la filosofía moderna busca
emanciparse de la tradición, como ya hemos desarrollado arriba, la pedagogía
tratará de hacer lo propio en su fuero interno, por eso “Se comprende, sin más,
el nacimiento de una moderna tendencia educativa, cuya fórmula histórica recibe
el nombre de realismo pedagógico. Así
como la nueva ciencia natural se construye sobre la experiencia directa de la
naturaleza, la nueva pedagogía se propone partir de las cosas mismas”[14].
El “realismo”[15]
anuncia y pide que sean las “cosas reales” las que se muestren y conozcan, y no
sólo sus manifestaciones lingüísticas; esta naciente pedagogía le critica a la
enseñanza escolástica su concentración en los estudios filológicos y de corte
más bien abstracto; vemos aquí la clara coherencia y vinculación con el
planteamiento moderno que hemos destacado en Hume de llevar la filosofía al
campo de la “observación y la experimentación”. No se puede desconocer que la
tardía escolástica cayó, en ciertos momentos, en el abuso de la teorización y
en la discusión de temas intrascendentes y demasiado rebuscados, del tipo
¿cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler? Pero también es cierto, que
la modernidad, con su afán de destacar sus logros e imponer una visión nueva
del mundo, se ocupó de desacreditar todo el pensamiento y trabajo intelectual
de los así llamados, por la misma ilustración con fines propagandísticos,
“medievales”. Quien en la actualidad se ha ocupado de estudiar el
desenvolvimiento de la modernidad desde Descartes hasta la actualidad, y
sobretodo quien ha tenido, por placer o por deber, que habérselas con el tema
educativo, sabe que esa exigencia medieval de escudriñar los textos, acudir
sopesadamente a la tradición, y elaborar una teoría pertinente, hoy día es un
gran reclamo que hace la rigurosidad que exige el trabajo académico. La
modernidad sumergió la enseñanza y lo académico en un mar de empirismo,
pragmatismo y utilitarismo que desembocó en el más burdo de los simplismos,
trayendo esto como consecuencia que nuestras escuelas y universidades se
convirtieran en fábricas de profesionales que, en el mejor de los casos, son
entrenados, amaestrados, para desempeñar un oficio, pero al margen de la
crítica, del pensamiento independiente. Es cierto que, en un país como
Venezuela, cuando en 1827, Simón Bolívar hace la reforma de la Universidad de
Caracas (hoy UCV), había demasiados doctores (es decir, muchos teóricos en
derecho, filosofía y teología) y muy pocos ingenieros y técnicos, necesarios en
la época para construir, o reconstruir el país, pero ni en el ideario educativo
de Bolívar estaba, ni era lo deseable, el que desaparecieran estas disciplinas
humanísticas del ámbito académico. Nadie niega que un excesivo verbalismo y
memorización sean negativos para cualquier sistema de enseñanza, pero es igual
de pernicioso el que desaparezcan áreas del conocimiento que permiten al sujeto
reflexionar, pensar y re – pensar la realidad y cuestionar lo que hay, la
“cosa”, tal como gusta decir a los filósofos modernos. Claro que la
memorización por la memorización es mala, pero la ausencia de memoria en una
escuela, sociedad o cultura es igual o más perniciosa aún, y es precisamente lo
que hoy estamos viviendo en sistemas educativos y sociedades como la
venezolana, en los que los estudiantes, y los ciudadanos en general, son
incapaces de recordar hasta lo que se le dijo unos minutos antes. Esto por
varias razones: porque no se maneja el lenguaje, porque hace tiempo se perdió,
y se desacreditó el uso productivo e inteligente de la memoria, porque se ha dado demasiado importancia a la
“experiencia” y se ha dejado de lado el estudio personal, metódico y reposado,
porque la lectura es una práctica y un hábito que pocos cultivan, y todo en
aras de la experiencia inmediata, la exaltación de los sentidos, la
preeminencia del “me gusta”, de la clase divertida o amena, como si el proceso
de aprendizaje no implicara, como todo lo que tiene algún valor en la vida,
cierto dolor y cierto sacrificio. Ese
sensualismo que proclamó Hume en el siglo XVIII hoy nos ha llevado a los
extremos postmodernos de vivir sólo a nivel de la epidermis, sin ir más allá;
desde una perspectiva como esta no hay ninguna propuesta en la educación, ya
sea esta familiar o escolar; desde esa vivir en la superficie de los beneficios
que nos da la técnica el hombre contemporáneo se torna vacío y plástico; ese
pasa a ser el modelo a seguir, y para muestra podemos remitirnos a uno de los
ejemplos más recientes que podemos citar como lo es el caso de Mark Zuckerberg,
creador de Facebook; este joven, casi un niño, llegó a ser, en el 2010, el
joven más rico del mundo, gracias a su invento, sin embargo, es una persona que
no tuvo mayores problemas en defraudar a personas que confiaron en él, e
incluso dejar en el camino al único amigo que tenía, todo con el fin de lograr
sus fines materiales y de éxito económico. ¿Culpa del capitalismo? Pudieran
decir algunos que sí, ¿no será culpa de los excesos del capitalismo? ¿Qué
queda? ¿El socialismo? En el siglo XX, y lo que va del XXI ha demostrado ser
tan o más inhumano que el capitalismo, especialmente cuando se va al otro
extremo.
Todo parece indicar pues que, quizá
la salida está, especialmente para nosotros, ubicados en América Latina y, más
concretamente en Venezuela, en optar por la persona, por la vida vivida en sus
expresiones y acontecimientos cotidianos y reales. Así, en Venezuela, una
educación que no parta de el modo de ser el venezolano, la familia venezolana,
nuestra cultura, nuestra sociedad, seguirá inevitablemente por los carriles que
ha prefijado la modernidad hace ya más de cinco siglos, sea la tendencia de
izquierda o de derecha. Para dar con una educación, y un pensamiento
(filosófico o no) que nos pertenezca tenemos que, en primer lugar conocer a
profundidad ese pensamiento occidental (y de modo especial el moderno) que nos
ha marcado a lo largo de cinco siglos, y luego atrevernos a ir más allá de esa
voces clásicas y “autorizadas” de la tradición, sin desconocer sus ventajas y
aportes, para conseguir nuestros propios caminos. Atreverse a confrontar, a
cuestionar, a re – leer y re – pensar a los autores no es un lujo ni una
excentricidad, es una necesidad; eso sí, para deconstruir, para desmontar,
primero hay que conocer, y conocer bien. Este es nuestro reto, nuestra tarea,
nuestra misión como generación que quiere legar a los que vendrán una
educación, una escuela, un futuro, una sociedad más plural, con mayor criterio,
con más herramientas para asumir compromisos y funciones políticas sociales.
Referencias.
ü AAVV.
(2000). Del absolutismo a las
revoluciones. El Milenio Tomo III
(Enciclopedia en CD – ROM). Acta. Mediasat América.
ü Carrol,
L (1974). Alicia en el país de las
maravillas. Detrás del espejo. Barcelona: Editorial Bruguera.
ü Copleston,
F (2001). Historia de la filosofía. 5: de
Hobbes a Hume. Barcelona: Editorial Ariel.
ü Höffe,
O (2003). Breve historia ilustrada de la
filosofía. El mundo de las ideas a través de 180 imágenes. Barcelona:
Editorial Península/Atalaya.
ü Holguín,
M (1992). A propósito de David Hume y su
obra. Bogotá: Editorial Norma.
ü Hume, D (1992). , Investigación sobre el entendimiento humano.
Bogotá: Editorial Norma.
ü Kunzmann, P. – Burkard, F. – Wiedmann, F (2000). Atlas de filosofía. Madrid:
Editorial Alianza.
ü Larroyo F (1967). Historia General de la Pedagogía.
México: Editorial Porrúa.
ü Marías, J (1978). Historia de la filosofía. Madrid: Editorial
Revista de Occidente.
ü Martínez,
A. – Cortés, J (1996). Diccionario de
filosofía en CD – ROM. Barcelona: Editoral Herder.
[1] Hume, D (1992). , Investigación sobre el entendimiento humano.
Bogotá: editorial Norma. P. 225.
[2] O.C., p. 216.
[3] O.C., Pp. 216 y 217.
[4] Thomas Kuhn, en su obra La estructura de las revoluciones
científicas (1962) sostiene que los paradigmas histórico – sociales se
agotan y, al entrar en crisis, le dan paso a la aparición de nuevas formas de
ver, hacer y concebir la verdad, la ciencia y el mundo.
[5] Con John Locke (1632 – 1704), George
Berkeley (1685 – 1753) y David Hume (1711 – 1776) como herederos, testigos y
demiurgos de un cosmos que exige orden y racionalidad.
[6] O.C. P. 21.
[7] Según el Diccionario de
Filosofía en CD ROM de Herder (1996) el escepticismo es la “Concepción
en teoría del conocimiento que sostiene, en principio, que la mente humana no
es capaz de justificar afirmaciones verdaderas. Un escepticismo extremo o
absoluto sostendría que no existe ningún enunciado objetivamente verdadero para
la mente humana, o la imposibilidad total de justificar afirmaciones
verdaderas; de este escepticismo se suele decir que se refuta a sí mismo o que
es imposible, puesto que se niega en su propia afirmación. El escepticismo
moderado o relativo sostiene que son pocos los enunciados objetivamente
verdaderos, o bien establece dudas razonadas sobre la capacidad de la mente
humana de poder conocer las cosas y, por lo mismo, la somete a examen. Este
relativismo propugna una actitud crítica ante el dogmatismo. Históricamente,
las afirmaciones de escepticismo moderado aparecen tanto en épocas de
decadencia cultural o cansancio intelectual, como de renovación e Ilustración,
y la historia misma de la filosofía occidental alterna épocas de escepticismo y
dogmatismo. La duda metódica y el espíritu crítico o el rigor científico son
manifestaciones prácticas de un escepticismo moderado”.
[8] Hume, D (1992). , Investigación sobre el entendimiento humano.
Bogotá: editorial Norma. P. 65.
[9] O.C. P. 25.
[10] Especialmente en Alicia en el país de las maravillas (1865) y Alicia
frente al espejo.
[11] O.C. P. 34.
[12] O.C. P. 34.
[13] O.C. P.12.
[14] Larroyo F (1967). Historia General de la Pedagogía.
México: Editorial Porrúa. P. 345.
[15] Del latín Res, que significa
cosa, objeto.
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