Doxa y Episteme: Opinar, ¿Negación del Pensamiento?

OPINAR”: ¿NEGACIÓN DEL PENSAMIENTO?
Rolando J. Núñez H[1].
           
“¿Tu verdad?, no, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.
(Antonio Machado, Proverbio).

                El problema que queremos abordar.
           
Es bastante frecuente, hoy en día, conseguirnos en los centros de estudio de nuestro país, con una situación que a ratos conspira contra la buena disposición a la sana discusión, al diálogo, al aprendizaje, a la reflexión seria y sólida y, en fin, a la “producción de conocimiento”. Incluso, eso que tan a menudo oímos, o leemos, de que hoy día el asunto es “aprender a pensar”, con lo que ahora vamos a plantear pasa a ser un simple saludo a la bandera, una frase hecha, sin contenido.
Frecuentemente el estudiante liquida su responsabilidad de leer a los autores y dar cuenta de ello en clase espetando la respuesta, o excusa, de que lo que él está diciendo es “su opinión”. Dicho de otra manera, frente a la tarea encomendada por el profesor de leer concienzudamente un determinado texto o autor, para luego ser discutido en clase, por lo general, y salvo honrosas excepciones, el grueso de la clase llega al salón sin haber leído, o habiendo mal leído fragmentos del texto, por lo general los que corresponden a la primera página del material de lectura previamente asignado. Todo esto trae como consecuencia que el estudiante no esté en la posibilidad real de intervenir en clase con argumentos sólidos, por lo cual sólo se limita a hacer amagos de interpretación de la lectura, a echar mano de alguna anécdota y/o a “dar su opinión”.
            Este “decir la opinión” se ha convertido además en un punto de honor que, comúnmente, parece intocable, por aquello de que “hay que respetar la opinión del otro”. Este estado de cosas, como es lógico, hace imposible cualquier posibilidad de generar, o favorecer, procesos reales de aprendizaje. Asistimos entonces a un evento paradójico puesto que se supone que los estudiantes acuden a la universidad a “estudiar” (vaya tautología), es decir, a incorporar a su bagaje intelectual nuevos conocimientos, nuevos saberes y nuevas perspectivas, pero, resulta que, ya de entrada hay una negación tajante a todo ese acontecimiento por cuanto hay una desacato total a la invitación que había escuchado San Agustín en la antigüedad de labios angelicales: “Toma y lee”.
            No se detiene aquí el menudo problema que nos plantea “la opinión” de nuestros discípulos contemporáneos. El docente, que no queda perplejo ante el desparpajo estudiantil de pretender despachar al preceptor con aquello de que “es que yo leí en el libro de la vida profe”, trata de sortear el escollo y seguir adelante pero inmediatamente se consigue con un nuevo obstáculo.
Al tratar de plantear al estudiante argumentos y razones sustentadas acerca de los aspectos tratados en clase conseguirá más de un alumno que sencillamente le dirá “es que usted profesor tiene su opinión y yo tengo la mía”; o aquello, que para los efectos del caso viene a significar lo mismo: “es que cada cabeza es un mundo”. Dicho esto, el desenvuelto estudiante dará por concluido el asunto. De nuevo no podemos dejar de preguntarnos: ¿no vino ese estudiante a recibir algo? ¿Por qué se niega entonces de esa manera? ¿Sobre qué base asienta su resistencia a aceptar lo que le plantea el profesor? Al buscar ese basamento nos damos de nuevo golpes contra la pared. Los argumentos no aparecen, las razones brillan por su ausencia. Lo que conseguimos en el que nos dice que esa es “su opinión” es el puro capricho, la arbitrariedad llevada hasta las antípodas, aunque no será raro que sea él precisamente el que acuse al profesor de arbitrario y de querer imponerle su criterio. Comúnmente esa “opinión” está basada en lugares comunes, es frases trilladas, mil veces repetidas pero que, al buscarle contenido, nos hallaremos con un cascarón vacío; palabras, sólo palabras.
            El efecto de esta grave situación la podemos cartografiar en la manera como se conduce y se expresa el egresado de nuestros centros de estudios superiores. Nos conseguiremos con profesionales universitarios que se expresan deficientemente sea en lo oral o en lo escrito; incapaces de responder adecuadamente ante una situación problemática planteada; con serias deficiencias para asumir roles de liderazgo y conducción, etc.

Lo que nos dice nuestra realidad universitaria.
            Como es natural inferir detrás de ese “dar la opinión” aparece la poca o nula disponibilidad para leer y para enfrentarse, con seriedad y disciplina, a las ideas planteadas por un autor. Quien esto escribe se ha dedicado a explorar las distintas variables que se pueden conseguir de esta problemática en el aula de clase con estudiantes de educación en la UPEL-Maracay.
A continuación se da cuenta de la experiencia hecha con siete secciones de la universidad antes mencionada que cursaron durante el semestre 2008-II la asignatura de Filosofía de la educación; dichas secciones pertenecían a las especialidades de “Educación Inicial”, “Educación Especial”, “Enseñanza de la Biología”, “Enseñanza del inglés” e “Informática” (esta última dentro del Programa de profesionalización que desarrolla la institución).  La segunda semana de clases se les indicó a los estudiantes que una de las actividades que se ejecutarían, como estrategia didáctica y evaluativa, era la lectura de un libro titulado El valor de educar del filósofo español Fernando Savater. La edición que se utilizó fue la número 18 que tiene unas 222 páginas repartidas en: un prólogo, seis capítulos y un apéndice con textos de autores destacados que desarrollan la reflexión sobre el problema educativo. Se le explicó además a los alumnos que se discutiría un capítulo del libro en cada clase y que se empezaría por el prólogo, de manera que tendrían ocho días para leer, en forma personal, cada capítulo.
Acordado esto se llegó a la tercera semana de clase y el docente abrió con la pregunta: ¿cuál es el planteamiento central del autor en el prólogo leído a lo largo de la semana? La respuesta fue silencio total y reiterado en todas las secciones antes mencionadas. Para tratar de facilitar el intercambio el docente reformuló la pregunta: ¿Cuál es la idea central de lo leído? Unos pocos estudiantes se adelantaron a intervenir. La regla general fue que para ellos la idea principal o el planteamiento general del autor era la idea que desarrollaba en las dos primeras páginas. Hay que acotar que el análisis concienzudo de dicho prólogo arroja doce aspectos desarrollados por el autor que construyen luego la idea global que el autor quería exponer que no era sino anunciar que su libro iba a analizar de manera general y esencial el asunto educativo.
 Se les llamó la atención a los grupos acerca de lo inexacto del análisis por ellos expresado;  a esto respondieron algunos estudiantes que “la idea principal de un texto depende de la interpretación de cada uno”, o dicho de otra manera, cada quien tiene su “opinión”. Se les inquirió también acerca del método que habían empleado para leer el material asignado, inicialmente no se comprendió la pregunta por lo que el docente tuvo que explicar qué es un “método” (estamos hablando de estudiantes de segundo semestre que viene de cursar, y aprobar, materias tales como Introducción a la investigación, Introducción a la filosofía, etc., y que además, no debemos olvidarlo, vienen de once años de bachillerato); sólo así respondieron algunas voces: “me acosté en mi cama, puse música y me puse a leer”; “leí mientras viajaba en la camioneta de pasajeros”. Se les preguntó también cuánto tiempo le habían dedicado a la lectura, a lo cual contestaron: “diez minutos”, “media hora”, etc. Nunca más de dos horas.

Es evidente que de una aproximación al texto como esta que acabamos de describir no se puede esperar ningún análisis sólido y sostenible; ¿consecuencia de esto?, el estudiante, para tratar de salir del atolladero, comienza a aventurar afirmaciones sin fundamento alguno pero, además, trata de imponerle al docente la creencia de que lo que está diciendo es resultado de la lectura que supuestamente ha hecho; efecto de esto tenemos que lo que el estudiante llama expresar “su opinión” no es sino un conjunto de lugares comunes y frases hechas que no conducen, ni parten, de lugar alguno. La sesión de clase se precipita así a una deriva en la que se habla de todo y no se habla de nada; allí todos opinan pero no se concreta ni se concluye nada que tenga cierta definición; derrapamos pues a lo que mi viejo y experimentado profesor de administración y curriculum llamaba la más pura y burda “opinatica”, término que nunca pude conseguir legalizado por las academias en el diccionario pero que dibuja muy bien el caso al que nos referimos.
Buscando una definición.
La pregunta que corre la cortina a este punto es: ¿es esta una significación novedosa del vocablo “opinión”? ¿Qué se ha entendido por tal hasta ahora? Comencemos desde lo más básico, veamos cuál es la definición que nos trae el diccionario. Según la edición más actualizada del DRAE que conseguimos en línea, “Opinión” vendría a ser: 1. f. Dictamen o juicio que se forma de algo cuestionable y 2. f. Fama o concepto en que se tiene a alguien o algo” (http://buscon.rae.es/draeI/). Como podemos apreciar nos estamos batiendo en las arenas movedizas de la subjetividad puesto que el “dictamen” y/o “juicio” que aquí se señalan no parten de ningún criterio que pudiésemos considerar unánime; lo mismo podemos decir de “fama” y de “concepto”. El Larousse Diccionario Enciclopédico de 2005 dice: “Juicio, manera de pensar sobre un tema. 2. Fama, reputación.” (P. 740). Aquí la equivalencia entre juicio (término que nos tentaría a pensar en rigurosidad y solidez) y manera de pensar no deja lugar a dudas; la opinión viene a ser pues una postura muy ligera en la cual caben muchas cosas, incluso contradictorias entre sí.

            Preguntando a la filosofía
Quizá valga la pena, para valorar en su justa medida el problema que estamos dirimiendo, remontarnos al nacimiento del pensamiento occidental, piso sobre el que aún pisamos y, sin darnos cuenta la gran mayoría de las veces, nos movemos epistemológica y ontológicamente. El filósofo griego Parménides nos anuncia muy poéticamente en uno de los pocos fragmentos que de él conservamos lo siguiente: “Bienvenido seas, joven a quien acompañan las aurigas inmortales, y a quien este carro trae hasta mi morada. Porque no es una suerte funesta la que te hizo tomar este camino tan alejado de los caminos frecuentados por los mortales, sino el amor a la justicia y a la verdad. Es necesario que aprendas a conocerlo todo, tanto el inconmovible corazón de la bien redondeada verdad, como las opiniones de los hombres. A éstas no hay que concederles ninguna convicción verdadera. No obstante, es necesario que las conozcas también, a fin de saber por medio de una información que lo abarque todo, qué juicio debes formarte sobre la realidad de estas opiniones”. (Subrayado nuestro). (Fragmentos y números de Diels, Fragmente der Vorsokratiker, (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad antigua, Herder, Barcelona 1982, 5ª ed., p.13-16, citado por Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.).
            Podemos notar acá como el pensador griego establece en su texto una clara distinción entre lo que es la “opinión” y lo que es la “verdad”. Es cierto que el discurso parmenídeo sólo se comprende desde su visión aristocrática de la realidad y que cuando habla, o escribe, está combatiendo la entrada, en el juego político – social, de las clases que querían desplazar a la aristocracia que, como descendientes directos de los fundadores de la polis, se sentían como los gobernantes legítimos y naturales. Más allá de eso, que evidentemente tiene su peso, podemos constatar que tanto en el mundo griego como en el nuestro, la opinión, como moneda de uso corriente, tiene un rasgo característico que les une: va a estar basada siempre en la creencia, en el pre-juicio,  que no es sino la generalización de ciertos rasgos, como cuando decimos, por ejemplo, que todo aquel que tenga los ojos rasgados es chino, excluyendo de ese conjunto al resto de los asiáticos que pudieran contar en su fisionomía con esa característica.
            En este sentido también Platón, en el pensamiento griego, nos deja un elocuente texto: Platón:
“-¿Mantendremos, pues, con firmeza que lo que existe absolutamente es también
absolutamente cognoscible y que lo que no existe en modo alguno es del todo incognoscible?
-Ciertamente.
-Bien, y si hay algo que es y no es, ¿no estará en medio de lo que existe absolutamente y de lo que meramente no existe?
-Estará entre lo uno y lo otro.
-Así pues, si hay conocimiento de lo que es e ignorancia necesaria de lo que no es, ¿referente a esto intermedio que hemos dicho hay que buscar también algo intermedio entre el saber y la ignorancia, si es que tal cosa puede existir?

-Bien cierto es.
-¿Diremos que existe algo así como la opinión?
-¡Claro!
-¿Pero acaso vale igual que el conocimiento o se diferencia de él?
-Es algo distinto.
-Una cosa es, pues, el conocimiento y otra distinta la opinión; cada cual con su propio sentido.
-Exactamente”. (República, libro V, 477 a-b .Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1981, p. 164-165. Citado por Textos de Diccionario Herder de filosofía).
            También Platón nos dice acá cómo la opinión es una posición intermedia que no es ni saber ni no saber; nos movemos pues en la pura indefinición, en la ambivalencia que no nos aporta la más mínima seguridad. La opinión, tanto en Platón como en nuestra época, se maneja en el mundo de las puras “apariencias”. Es verdad, sostendrá Platón, que como conocimiento de las apariencias no puede ser simplemente desechada, puesto que esta es la primera aproximación sensorial que tenemos del mundo, pero, según Platón, el filósofo se caracteriza precisamente  por no ser amigo de la opinión; dicho de otro modo, si algo define al sabio es el buscar, en forma continua y sostenida, la inalterable esencia.
            Para la escolástica, en la opinión existe siempre un consentimiento, pero en éste, vamos a hallar continuamente un temor por la aseveración antitética. Es decir, nunca podrá el que opina estar seguro de que su planteo va a tener solidez frente a los demás, antes bien, continuamente tendrá la espada de Damocles pendiendo sobre sí por cuanto su afirmación puede ser descalificada siempre por el otro, por cualquiera en realidad.
            De lo que llevamos dicho podemos derivar pues que la opinión es un saber muy poco seguro que, en nuestros días, atenta una y otra vez contra ese proceso, tan típicamente nuestro, que es el aprendizaje y que conlleva, a su vez, a consolidarnos como personas, como sujetos en continua formación y crecimiento. Pero, en lo concreto, ¿contra qué conspira esa opinión que se va convirtiendo ene esa suerte de pesada niebla que lo oscurece y deforma todo? Atenta, por ejemplo, contra el proceso de “pensar”. Puesto que partimos siempre del supuesto de que todos pensamos debemos formularnos la pregunta: ¿qué significa pensar? ¿“Piensa” el que apela a la “opinión” para zanjar una situación problemática? Esa es probablemente la cuestión.

            El pensar como alternativa.
            ¿Qué estamos entendiendo acá por “pensar”? de partida diremos que pensar es lo que el docente debe enseñar a hacer a sus discípulos; es esa la tarea por excelencia; en el camino tendrá también que informar, orientar, acompañar, instruir e incluso modelar, aún cuando no se lo proponga, pero su papel fundamental es enseñar al otro a usar su intelecto. Lo que estamos entendiendo acá por pensar es ese proceso en el cual, frente a las múltiples posibilidades y objetos que me presenta mi entorno, que tengo frente a mí; de cara a las distintas problemáticas que me plantea la cotidianidad, yo soy capaz de asumir una postura; soy capaz de asumir una posición. La realidad es que la escuela nuestra no nos ha enseñado esto, ni parece que lo esté haciendo en la actualidad.
            La educación escolarizada se ha estructurado y desempeñado tradicionalmente de un modo tal que lo que más cultiva es la repetición y lo que menos incentiva es el pensamiento. Dicho de otra manera, “la escuela premia al que repite y castiga al que piensa”. En los últimos cuarenta años del siglo XX la escuela venezolana diseñó un enfoque curricular basado en objetivos que terminó dando más importancia al contenido, y a la lección a enseñar, que al proceso real de aprendizaje, de pensamiento, que el muchacho pudiese haber hecho. Eso por una parte, pero además, el aprendizaje escolarizado se organiza de tal manera que después de la primera lección, viene la segunda, y después la tercera; y así sigue, de tal manera que en el mundo de la escuela todo es muy coherente y ordenadito, siempre en el plano superficial del puro fenómeno, pero resulta que cuando el muchacho sale a su realidad, las cosas no se dan de esa manera. En el mundo al que pertenece el muchacho la primera lección no es seguida por la segunda, no; allí las situaciones son encontradas, problemáticas, contradictorias. ¿Qué ocurre entonces cuando nuestros niños, jóvenes y adultos se enfrentan al mundo real? Pues que no les sirve de nada lo que han aprendido en la escuela puesto que lo que le han enseñado se lo han comunicado de tal manera que se convierte en un lujo que a lo sumo podrá ser exhibido pero nunca usado.
A nuestros estudiantes pues se les ha enseñado a “repetir” lecciones “ordenadas” artificialmente que no tienen funcionalidad ni conexión alguna con el día a día.
            ¿Qué hacer entonces? ¿Será la salida acabar con la escuela, descocerla o ignorarla acaso? Nos parece esta una salida romántica y bastante irresponsable. Lo que en Venezuela ha ocurrido en los últimos diez años en la educación da cuenta de esto.
Muchos de los que hoy administran nuestra educación, o fueron grandes críticos del sistema escolar en el pasado reciente, o fueron beneficiarios y entusiastas defensores de todo ese “movimiento antipedagógico” al que se le puede poner fecha de nacimiento en el verano francés del 69’. Hemos sido testigos en los últimos tiempos de cómo se ha pretendido hacer la “revolución educativa” prescindiendo de buena parte del conocimiento, experiencia e historia que nos precede.
El eslogan de “aprender a aprender” se ha convertido en muchos casos en política de Estado para la cuestión educativa. Se repite la frase pero no se le da ningún contenido; se ha pretendido reformar el curriculum y pensa de estudios eliminando lo anterior y dejando a estudiantes y docentes en la más desolada y anárquica deriva postmoderna. El así llamado “bachillerato bolivariano” ha derivado en una “construcción del curriculum” sobre la marcha que a fin de cuentas ha resultado ser la versión más acabada de aquella nada filosófica sentencia de que “como vaya viniendo vamos viendo” que popularizó hace ya unos años el personaje de telenovela, Eudomar Santos. Ante el fracaso y desatino del experimento de marras, la educación venezolana oficial no tuvo más remedio que regresar a una aún peor versión de esa escuela que tanto criticamos en las postrimerías del siglo pasado.
En resumen, veníamos de una “educación formal” (el lector sabrá perdonar el anacronismo) que sí por algo se caracterizaba era precisamente por su “formalidad” (esto es, pura forma y nada de contenido), que definitivamente lo que menos enseñaba era pensar, y aterrizamos aparatosamente en una “educación bolivariana y revolucionaria” que,  en los trazos finos no sabe a dónde quiere ir y, en los finos repite el guión de repetir, ahora mucho más vulgar y simplón puesto que los agentes de la ideología educativa chavista no han tenido ningún escrúpulo en vociferar a los cuatro vientos que la educación por ellos propuesta es ideológica, política y socialista.  En breve, fuimos de mal a peor. En el momento en el que se escribe este texto el proyecto revolucionario de educación está engavetado, producto de la presión que ejerció la población ante el evidente carácter panfletario y manipulador de ese proyecto.
Este estado de cosas, como es de inferir, nos aleja mucho más de cualquier posibilidad que nos diga de una educación que promueva el pensamiento, la reflexión, el conocimiento fundamentado y sustentable. No puede entonces ser ninguna sorpresa el que el resultado de una escolarización como la que hemos descrito sea una generación de estudiantes, e incluso profesionales, que sólo cuentan con la “opinión” (en el sentido antes desplegado) para poder expresarse.
Una, vamos a llamarla, “didáctica del pensar”, pasaría entonces por dejar de lado los romanticismos y los discursos anti academicistas de cuño “izquierdoso”; así también habría que desechar las rigideces y conservadoras prácticas “derechosas” (espero que los puristas del lenguaje perdonen las transgresiones, aunque si no las perdonan tampoco es que vaya a dejar de disfrutar el arroz con pollo del almuerzo).  Implicaría además un compromiso real del docente y de los estudiantes en “leer”, “comprender” y “discutir”  a los autores y a los textos, recordando aquello que nos decía Freire de que leer no es pasear la mirada por las palabras, sino que es más bien re-leer e incluso re-escribir el texto.

Todo esto nos coloca frente a un gran reto: o nos tomamos en serio lo que implica ofrecer a nuestras jóvenes generaciones un ambiente escolar en el que realmente se trabaje el tema del conocimiento y del aprendizaje o seguimos sumergidos en una escuela, en una sociedad y en una “opinión pública”, que, todas juntas, terminan siendo una gran mentira. No se trata pues de tumbar las escuelas, se trata más bien de re-pensarlas, de re-significarlas, de darles contenidos, contenidos que estén ligados al estudio serio de la cultura occidental y de la cultura venezolana; entendiendo por cultura no sólo lo exquisitamente intelectual ni tampoco lo puramente folklórico o rural, o pasado. Entendiendo aquí por cultura todo lo que hace, dice y piensa un pueblo en el contexto; esto es, lo bueno y lo malo.
Quizá así podamos salir de ese marasmo de opinión, del “todo vale” y de indiferencia en el que nos hemos ido sumergiendo institucional, académica y socialmente (basta escuchar a algunos colegas que liquidan el problema diciendo: “yo no me doy mala vida”).  Sólo así, a nuestro modo de ver, dejaremos de negar y re-negar de nuestra propia inteligencia. En buena medida, el programa que aquí pudiésemos trazar sería el de la irreverencia frente a lo académico, frente a los autores, frente a las verdades incuestionables y a los hechos consumados; las afirmaciones que se legitiman porque las dice un líder carismático; o alguien con poder; acá necesariamente todos estos despropósitos deben ser puestas en cuestión. Pero, no hay que olvidar que, ser irreverentes no significa para nada ser caprichoso, pues éste es arbitrario, pretensioso y narcisista, no es de eso de lo que estamos hablando.    
Referencias.
·         Cortés, J. y Martínez A. (1996). Diccionario de filosofía en CD-ROM Barcelona: Editorial Herder.
·         Ferrater, M (2004). Diccionario de filosofía, tomo III (K-P). Barcelona: Editorial Ariel.
·         Foucault. M (2000). Un diálogo sobre el poder. Madrid: Editorial Alianza.
·         Freire, P. (1996). Política y educación. México: Editorial Siglo veintiuno.
·         http://buscon.rae.es/draeI/
·         Larousse Diccionario Enciclopédico de 2005. Colombia: Editorial Larousse.
·         Obiols, G.- Rabossi, E (Comps). (2000). La enseñanza de la filosofía en debate. Brasil: Editorial: Novedades educativas.
·         Moreno, A. “¿Hacia dónde nos lleva la tecnología educativa?” en Anthropos - Venezuela 1-1986 (12). Pp. 145 – 149.
·         Nuño, J (1990). La escuela de la sospecha. Caracas: Editorial Monte Ávila.
·         Savater, F. (2004). El valor de educar. Barcelona: Editorial Ariel.

Este texto fue publicado en la revista “Pensar, Crear y Resistir. Textos Para Una – Otra – Crítica de la Educación (Año 1, Número 1, Enero – Abril 2009) en Maracay por la Subdirección de Extensión de la UPEL – Maracay. Pp, 21 – 27.



[1] Licenciado en Educación, Mención Filosofía (UCAB). Magíster en Lingüística (UPEL – Maracay). Doctor en Educación. Prof. Asociado adscrito al Área Sociofilosófica de Componente Docente (UPEL-Maracay).

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