Una Urgente Pedagogía del Debate


La Urgencia de una Cultura del Debate


Rolando J. Núñez H.


“El aprendizaje del hombre suele pasar por tres etapas.
En la primera, aprende las respuestas correctas.
En la segunda, a hacer preguntas.
En la tercera y última, qué preguntas vale la pena que se planteen”
(Anónimo).


Si a ver vamos, en Venezuela aún no se ha debatido, quizá porque nunca se ha hecho y menos aún con las instituciones secuestradas por el chavismo primero y por el madurismo después. Seguramente lo hicieron las élites en algunos momentos de nuestra historia contemporánea y colonial, evidentemente lo hicieron dirigentes y líderes políticos de reconocida trayectoria en nuestra historia como nación pero lo cierto es que la gente, el pueblo, el “ciudadano” nunca lo ha hecho. “Debatir” es escuchar y ser escuchado, hacer un planteamiento (o más) y que el otro tenga la suficiente apertura de mente para comprenderlo y luego dar una respuesta acorde con lo planteado; esa respuesta puede, a su vez, contener un argumento que reconozca como válido lo sostenido por el interlocutor o que lo refute teniendo como piso una base racional y realista, nunca sofistica. Así mismo, el debatir no niega lo emotivo, lo afectivo, pero hace un esfuerzo por ponerlo en equilibrio con lo racional de tal manera que la “discusión” (que es examinar y tratar una cuestión, presentando consideraciones favorables y contrarias) no sea colonizada por los sesgos, intereses o caprichos de las partes que debaten. Ante todo, un debate de calidad debe descansar, apoyarse, en la argumentación de los planteamientos que se hagan, en la coherencia como herramienta lógica y en la honestidad como premisa moral.
Pero, ¿qué ha ocurrido en Venezuela en las dos primeras décadas de siglo XXI, en donde se supone que el debate político cobró una relevancia nunca vista y el ciudadano de a pie adquirió un interés nunca visto por la “res – pública”, por la “cosa pública”? pues sucedió que todo eso no fue más que un espejismo promovido por el poder para hacerle creer a la gente que estaba siendo tomada en cuenta y que conectara así con quienes llegaron a cargos de responsabilidad con la intención no de servir a la sociedad sino de apropiarse de las riquezas públicas para usufructuarlas como privadas y, de paso, proscribir toda disidencia y posibilidad de cambios reales y alternabilidad en el poder. El chavismo, desde los primeros días de su llegada al poder, por el voto popular, creó todo un escenario que le vendió la idea a la población de que tenía derechos, de que era tomada en cuenta y de que cualquiera que criticara a la nomenclatura chavista era un traidor. Monopolizaron los medios de comunicación y sembraron, muy retóricamente, la creencia de que ahora el “pueblo” sí podía participar, tomar decisiones, ser oído; es emblemática la imagen de gente sencilla bandereando un ejemplar de la Constitución aprobada en 1999; en realidad no se habían leído el texto o habían paseado por algunos artículos pero con el libro en la mano decían cualquier cosa para defender los desatinos que ya empezaba a perpetrar el régimen chavista en aquel momento.

De igual forma, los que hemos estado dentro de las aulas universitarias, en estos ya más de veinte años, podemos dar cuenta de cómo el tema político ha sido recurrente pero siempre carente de profundidad, de altura intelectual; por lo general el “debate” pronto se perdía en la ciénaga de los dimes y diretes, de las opiniones, de los descalificativos, de los “esguinces semánticos” y de la ausencia de coherencia en los discursos; en fin, todo se reducía a la algarabía, a quien gritaba más y a la ausencia de conclusiones y mesura en las contiendas verbales.
Después de veinte años de conflictividad social, de ruptura de familias y tramas humanas; después de la quiebra política, económica, social y moral del país, como resultado de la horrorosa gestión de gobierno (o desgobierno) del chavismo, la confrontación política ha bajado de intensidad pero no porque las cosas hayan mejorado sino más bien porque muchos se fueron del país, otros tienen miedo de hablar y otros simplemente se sumieron en la indiferencia, en la desesperanza. A todas estas seguimos sin debate, seguidos sin espacios que favorezcan el tan pregonado “diálogo de saberes”, eso solo quedó en el panfleto, en la consigna, en la frase retórica y vacía de significado. Hoy, además, muchos de los que decían ser “chavistas” manifiestan no querer hablar de política y una minoría sigue repitiendo los cuentos y las mentiras fabricadas desde el poder, a lo largo de veinte años, para auto justificarse.

Hace unos días, una persona que dice haber dejado la militancia en el partido oficial decía que aunque mantenía sus ideas de “izquierda” entendía que no podía “defender” la gestión e ideas del “gobierno” de Maduro; esto dicho en el contexto de un curso doctoral en una universidad que forma docentes. Se olvida este joven profesor universitario que un académico, un intelectual, un universitario, un investigador, no está para “defender” una ideología o un partido político; que su labor es la de observar, analizar, interpretar y comprender la realidad. Hay que insistir que en Venezuela, hasta ahora, no hemos tenido debate; solo ha habido discusiones acaloradas, o interesadas, sobre lo socio político, sobre la economía y acerca de la educación, sobre la salud; lo cierto es que mientras predominen las puras emociones no avanzaremos ni un milímetro en la búsqueda de soluciones a los problemas que nos afectan a todos como país, como sociedad y como pueblo y que nada interesan a los que disfrutan del poder como si de su fiesta privada se tratara. En esto juega un papel fundamental la educación, la opción que hagan los maestros, los educadores, los que pese a todas las dificultades se mantienen de pie soñando y trabajando por una Venezuela más justa, más libre y más democrática. La vía es la educación, la formación en el diálogo, en la sana cultura del debate, en la argumentación sólida y mesurada que busca no imponerse al otro sino llegar a acuerdos, crecer y aprender juntos.

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