Pensamiento Chino


El Pensamiento Chino

Rolando J. Núñez H.


El Pensamiento Chino se confunde hasta mimetizarse en el común, en el montón, en ese verde que hace que todo parezca igual para el desprevenido, aunque el observador y, sobre todo, el lugareño, reconoce, define, con solo una ojeada; de ahí que corra la conseja, entre los entendidos, de que los esquimales tienen hasta 200 palabas distintas para designar el blanco así como los habitantes del Amazonas, los indígenas principalmente, tengan otros doscientos términos para designar el verde de la selva.
El Pensamiento Chino solo aflora cuando ya la mañana ha avanzado un par de horas y el sol comienza a calentar; no es que su florecer despunte con el alba propiamente dicho.
El Pensamiento Chino, eso sí, en las escasas dos horas que se muestra en flor, en epifanía, va a hacer gala de un esplendor humilde, una belleza con recato, una luminosidad ascendente y sutil que destaca y seduce así no emerja en la imperial china sino en el cálido y a veces agobiante trópico.
El Pensamiento Chino, por humilde y común que parezca, y que sea, destaca y reluce incluso en el borde de una acera, de una calzada, sobre los límites del asfalto que al calentarse lo achicharra y liquida todo. La potencia de su revelarse, de su efervescencia se derrama y supera cualquier aridez estética, ética o trascendental, si a un pensador occidental como Kierkegaard queremos apelar; pero es que el pensamiento chino se ubica, como diría este danés, más allá de la razón, más allá de la fría lógica que carcome a la modernidad occidental para desplegarse, para explayarse por los sentidos, por los ojos que quieren ver, dejarse tocar y poder llegar al escalofrío de la belleza, como bien diría Theodor Adorno.

Sí, el Pensamiento Chino es una silente y recatada planta que obsequia sus flores pasadas las ocho de la mañana y ya superadas las diez las oculta, las recoge, las resguarda en su seno para, al siguiente día, puntual, a la misma hora, volver a sorprender al mundo, a la flora, a nuestro jardín, a nosotros, a mí, con las mismas, pero distintas, flores que, con tímido pero cálido amarillo, a dos tonos, colorea, matiza y viste de fiesta la jardinera, el borde de la acera, el tosco y poco amable asfalto. Es un ciclo hermoso, misterioso y vital que rememora el Panta Rei de Heráclito, aquel filósofo naturalista que en los inicios del pensamiento griego entendió muy bien que la vida es un círculo perfecto, ciclos que se repiten en la naturaleza de manera armónica y espectacular. Para muchos críticos y estudiosos de la historia del pensamiento occidental esta intuición le vino a Heráclito del contacto que tuvieron los filósofos presocráticos con el Medio y Lejano Oriente, dentro del que podemos, y debemos, contar al “pensamiento chino”, al que por más que hemos tratado de penetrar, a lo largo de los siglos, no hemos logrado entrar más que en una ínfima porción.  
¿Por qué Pensamiento Chino? No lo sé, no soy botánico pero sí intuyo que a la luz de su florecer, su efímero esplendor y recoger sus flores para pasar a un silencio verde y vital, se puede meditar, se puede pensar sin hacerlo, puede el hombre conseguirse consigo mismo y reflexionar sobre lo que hace y deja de hacer, sobre luces y sombras de nuestra jornada y nuestra historia; ante esa pléyade de belleza amarilla puede el que dubita, sobre su ser y sobre su existir, quedarse en silencio e iluminar su accionar, sus anhelos, sus angustias, sus deseos, sus altibajos existenciales y esenciales.


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