Reseña: La Apología de Sócrates o El Juicio a Un Investigador
La Apología de
Sócrates: Del Arte
y la Ciencia de Filosofar a la Bella Muerte
Rolando J. Núñez H.
“No por esto detuve mis
investigaciones.
Es cierto que sentía que me hacía enemigos
y experimentaba por esto fastidio y
aprehensión,
pero me creía obligado a
ponerme
al servicio del dios por
encima de todo”
(Sócrates, 470 – 399)
La Apología de Sócrates, escrita por
Platón, consta de tres partes; la primera, la más extensa, nos muestra los
argumentos en su defensa que esgrime un Sócrates que para el momento tiene unos
setenta y dos años y no hace concesiones ni a la retórica por sí misma ni a las
manipulaciones de sus adversarios; la segunda parte, la más corta, contiene
expresiones del mismo Sócrates que no sabemos muy bien si son un antecedente
remoto de lo que hoy día el cine y la literatura llama “humor negro”, o, si por
el contrario, es su manifiesto deseo de ser “condenado” a comer en el pritaneo
en una solicitud seria y formal de un ciudadano ateniense que ha dedicado toda
su vida a aguijonear, cual tábano, a ese caballo llamado Atenas que,
somnoliento, cabecea en el bochorno del mediodía de la “normalidad”, de la mediocridad,
del bienestar puramente material. En la tercera parte, un poco más larga que la
segunda pero no tan extensa como la primera, “el hombre más sabio”, según el
Oráculo de Delfos, le dedica una alocución a sus jueces, unas palabras que trascienden
en la historia del pensamiento occidental como modelo de honestidad y honradez
que no negocia ni transige con intereses o posiciones sesgadas.
El
héroe apócrifo de Potidea comienza advirtiendo que solo usará un lenguaje
llano, sin adornos, para que solo salga de sus labios la verdad; no le
interesaba pues a Sócrates hablar bonito y ornamentado, quería ser recto y
honesto. Solo quería hablar con "parrhesia", esto es, totalmente y absolutamente apegado a la verdad, aun a costa de su muerte...
Otra
premisa de la que parte Sócrates es que dice tener dos clases de acusadores:
los antiguos y los nuevos. Los antiguos son los de siempre, los que a lo largo
de los años se han visto puestos en evidencia por las preguntas y examen de
Sócrates, o sus discípulos, o los que sin conocerlo se han hecho eco de
infundios y calumnias. Los “nuevos” son los tres mencionados anteriormente y
que lo señalan por impiedad y corrupción de los más jóvenes. Este doble frente
hace más ardua su labor.
El
filósofo de la calle declara y reconoce tener una reputación; según él, esa
reputación le viene de “algo que hay en él”; algo que le acompaña desde siempre
y que él define como una voz interior y divina que le empuja a recorrer las
calles de Atenas examinando a sus ciudadanos en lo que se refiere a su alma y
la sabiduría que muchos dicen poseer: “…un signo divino y demoníaco se
manifiesta en mí” (p. 47). El resultado
de esos encuentros y coloquios con sus conciudadanos es que a buena parte de
ellos, por no decir todos, les demuestra que no son tan sabios como se creían,
lo cual le acarreará más de un enemigo. Dirá también que esta actividad la
lleva a cabo desde la convicción de su propia ignorancia, pero persevera en
ello porque está al servicio del dios de manera casi exclusiva. No deja de
reconocer que en esa tarea ha conseguido a algunos hombres sensatos.
El
esposo de Jantipa insistirá, a lo largo de su discurso ante los jueces, que lo
que él lleva a cabo es una investigación de carácter filosófico – moral, con
profundas implicaciones en la vida personal y social de los atenienses con los
que se ha topado a lo largo de su vida. En esta pesquisa, declara haber
entrevistado a “Hombres de Estado”, luego a “Poetas” y, finalmente, a
“Artesanos”. ¿Cuáles son los resultados y conclusiones de este camino
investigativo? Lo que Sócrates descubre es que cada uno de estos hombres sabía
de su profesión pero tenían la ilusión de saberlo todo y esto les quitaba la
posibilidad de ser verdaderamente sabios. ¿Se estaba adelantando a su tiempo
acaso, en el sentido de lo que hoy se cuestiona al encierro en las
especialidades, en las disciplinas y en las rigideces de un método único para
llegar al conocimiento? Lo que el dios parece estar diciendo es que el
conocimiento humano que creemos poseer no es gran cosa, según las palabras de
Sócrates.
Sostiene
también el acusado, por hacer pensar a sus congéneres, que los jóvenes que le
siguen, sean ellos ricos o pobres, lo hacen espontáneamente; es decir, nadie
los obliga. No obstante, también va a insistir en que nunca le ha cobrado nada
a nadie por enseñar, porque, además, él no se siente maestro de nadie, por eso
no se le puede responsabilizar de la honradez o inmoralidad de nadie;
simplemente habla para aquellos que le quieran oír. ¿Qué placer consiguen en
oírle y pasar con él largas horas?, se pregunta hacia el final de su discurso
apologético y responde que es “placentero” oír examinar a los que se creen
sabios.
En
cierto momento Sócrates pasa a la ofensiva y afirma que Meleto no solo finge
ser lo que no es sino que además se contradice. Finge, porque demuestra, en sus
respuestas, que nunca se ha preocupado por enterarse del tema de la educación
de los jóvenes en la virtud y se contradice porque primero acusa a Sócrates de
creer en demonios y luego de no creer en los dioses, pero, dice Sócrates, para
creer en los primeros, necesariamente hay que confiar en que existen los
segundos; de modo que dos son las críticas para su acusador: mentiroso e
incoherente.
El
pensador considerado por occidente como “partero de las ideas” mantendrá, a lo
largo de todo su discurso, que él tiene una misión en la vida, que la suya es
una vocación, un llamado que le ha hecho la divinidad desde muy temprana edad y
que él ha optado por seguir esa voz, ese llamado que lo impele a preguntar, a
inquirir, a cuestionar lo que a todos le parece “normal” en su época, en su
ciudad. En ese sentido dirá que un hombre, como él, que ha elegido su sitio, su
puesto, su rol, debe preferir, ante todo, el honor, y si ello exige la muerte
pues esta será preferible a salvar la vida en condiciones humillantes; en ese
orden de ideas recurre a la figura del héroe de La Ilíada, Aquiles, que aun sabiendo, por boca de su propia madre,
que moriría después de matar a Héctor, aun así prefiere la gloria del “kalos
thánatos”, de la “bella muerte”, de la muerte heroica, virtuosa. Así, para este
héroe del pensamiento, si el mantenerse en los principios que ha defendido, y
en los que ha vivido, exige la muerte, pues bienvenida sea; la verdadera regla
de conducta será, pues, innegociable; de modo que el filósofo se niega a dejar
de filosofar y prefiere la muerte si ese es el precio que tiene que pagar. Pero
va incluso más allá, en esa incursión en el tema de la muerte, pues afirma que
no hay que temer a aquello que no se conoce y la muerte es una desconocida,
pues no se sabe, con certeza, que pasa después de fallecer.
Siguiendo
el hilo apologético – reflexivo que matiza su discurso desde el inicio,
Sócrates expresa: “En efecto, yo no tengo otra finalidad, yendo por las calles,
que el persuadiros, a jóvenes y viejos, que no hay que dar paso al cuerpo y a
las riquezas y ocuparse de ellos con tanto ardor como del perfeccionamiento del
alma (p. 45). El cuidado del alma, de sí, para el filósofo, debe estar por
encima de lo material. En ese sentido Sócrates afirma que llama como testigo a
su pobreza, pues todos saben que nunca se ha preocupado de acumular riquezas o
procurar cargos o poder.
En la
segunda parte de la Apología, una vez
conocido el veredicto, Sócrates reitera que su ocupación es persuadir a sus
conciudadanos de la relevancia del “cuidado de sí” y de la importancia del
perfeccionamiento moral. Así, por estar convencido de haber prestado un
servicio a la ciudad, en esta que él denomina su ocupación, pide, como
“condena”, ser alimentado en el “Pritaneo”, que era la sede del poder ejecutivo
donde se reunían los funcionarios, magistrados y ganadores de los juegos
olímpicos. Esta petición pudiera ser vista como una ironía o como un deseo de
lo más serio, y acorde con los principios y criterios que habían regido la vida
de Sócrates, para quien el mayor de los bienes es mantenerse todos los días en
la virtud y examinarse a sí mismo siempre, hasta el fin de la vida.
En la
tercera, y última parte, cierra el discurso del maestro dirigiéndose a los
jueces, a los que lo han condenado y a los que no. A ellos les dirá que ha sido
condenado, no por falta de elocuencia, sino por no recurrir a la audacia y a la
imprudencia; en el fondo, porque no ha querido manipular emotivamente a sus
jueces. Les dirá que es más fácil evitar la muerte que el mal, y él ha optado
por lo segundo. Si la “voz” no le ha impedido hablar frente a sus acusadores,
su muerte no puede ser considerada como un mal, les dirá más adelante.
Sócrates
le hace una predicción a sus verdugos: les anuncia que verán crecer el número
de “examinadores”, es decir, filósofos, aunque lo maten a él. No se evita el
reproche del mal por matar a la gente, les espeta.
Así,
se despide sosteniendo que la muerte es un bien y lo argumenta en los
siguientes términos: a) si te reduce a la “nada” entonces duermes plácidamente;
b) si vas a al Hades, donde los jueces sí que son justos, serás juzgado
rectamente y c) si vas a convivir con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero, o con los
héroes de la historia griega, entonces podrás conversar con ellos y
“examinarlos” para constatar si son sabios; “… no hay mal posible para el
hombre de bien…” (p. 63), dirá en sus postrimerías oratorias.
El
Mayeuta por excelencia concluye pidiendo a sus jueces que “atormenten” a los
hijos que ha procreado con Jantipa, como él los ha atormentado a ellos, si
buscan riquezas antes que la virtud.
Cierra
así una hermosísima pieza oratoria que descolla por su honestidad, pulcritud y
corrección. Tenemos a un reo, y al mismo tiempo a un orador, que es procesado
por dedicarse a la investigación, a la búsqueda de una de las ciencias más
nobles: la moral a través de la reflexión que provee la ética. Un sabio que
posee el don de la palabra pero que no la usa sino para enseñar, educar,
sembrar el valor de la pregunta, de la toma de conciencia; un filósofo que con
gusto paga con su vida la dedicación al arte de plantear – se preguntas y
buscar algunas respuestas; un maestro que toca ciertos intereses en sus
investigaciones y de una u otra manera incomoda al poder; quizá por eso, el
discípulo de su discípulo, Aristóteles, dirá luego: la filosofía es política.
Nota: para la elaboración de
este comentario se ha usado la siguiente edición: Platón (1999), Apología de SÓCRATES, CRITÓN, FEDÓN. Barcelona:
Editorial Edicomunicación. Traducción: Violeta García
Sócrates es uno de los máximos ejemplos de dignidad, de lucha, respeto y defensa de los ideales, de la moral. La muerte no es el final para quienes con gusto dan la vida por sus ideales. Lo demostró Sócrates, hasta el mismo Jesucristo. Y como ambos, muchos otros nos han legado en la historia la firmeza ante la muerte... La muerte injusta, impuesta, injuriada.
ResponderBorrarAsí es, Anaid. La trascendencia es la que nos distingue del resto de los seres vivos y en ese sentido Jesús y Sócrates son dos paradigmas, dos modelos. Gracias por leer, gracias por el comentario.
ResponderBorrarExcelente artículo! Es inevitable el viaje a travez del tiempo con su escrito. Me quedo con dos reflexiones: « saberlo todo» te aleja de la sabiduría... y no hay final malo para el hombre de bien!
ResponderBorrarGracias por tomarme un tiempo para leer y comentar el texto, Mariela. Ciertamente, también Freire nos advierte que si no tenemos humildad para reconocer nuestra ignorancia no podemos seguir aprendiendo; por otra, parte, también es muy cierto que el hombre bueno siempre tendrá un destino de bondad, aunque no lo sea así para el mundanal ruido. Saludos!
ResponderBorrarGracias Profesor Rolando, por dar tanto de sí para nuestro bien. Conseguimos en Sócrates el ejemplo del maestro dedicado por vocación a su tarea de educar, investigar, y sobre todo dar un camino a seguir con su ejemplo.Gracias.
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