Reseña de Libros: Los Huesos de Descartes
Los Huesos de Descartes como Metáfora de la Modernidad
Rolando J. Núñez H.
rolandonunez70@hotmail.com
“¿Es la modernidad la fuerza inexorable de progreso
que tendemos a pensar que es? ¿No será una mera etapa de la historia humana que
estamos dejando atrás rápidamente?” (p. 19), se pregunta el escritor
norteamericano Russel Shorto en su libro Los
Huesos de Descartes. Una Aventura Histórica que Ilustra el Eterno Debate entre
Fe y Razón (2009). En esta obra
el autor sigue la trayectoria de los restos mortales del llamado padre de la
modernidad, a lo largo de poco más de 350 años, desde que el filósofo francés
sucumbiera a la pulmonía, en la Suecia de la joven e inquieta reina Cristina,
hasta su última morada (de lo poco queda de esos restos) en el Museo del
Hombre, el famoso museo de antropología de París.
Aunque una obra como la citada
pareciera más de temática histórica, antropológica e incluso insumo para una
novela policiaca, al estilo de las que suele escribir Dan Brown, no obstante el
autor aclara como sigue: “Al final me di cuenta de que el recorrido tras los
huesos de Descartes era un camino a través del paisaje de la época moderna” (p.
19). De modo que el autor ve como seguirle la pista a esos huesos que a lo
largo de más de tres siglos han sido objeto de robos, saqueos, inundaciones,
disputas e intrigas, es seguirle la pista también a esa modernidad que en un
momento determinado emerge como fuerza telúrica revolucionaria y que, así como
los huesos de Descartes, cae en el campo de los extravíos, de la
falsificaciones y de los vaivenes de toda realidad humana que perdure por espacio
de varios siglos, países y vidas. A pesar que detrás de todo ese “recorrido
óseo” hay toda una épica, el autor, preocupado por el tema del conocimiento
científico, se esfuerza en aclarar:
“Sin embargo, mi propósito al seguirle la pista a los
huesos de Descartes ha sido metafórico, porque sus restos parecen vertebrar (si
se me perdona la ósea expresión) la propia modernidad. Dieciséis años después
de la muerte del filósofo, Hugues de Terlon, que veía en Descartes a la persona
que había penetrado en el corazón místico de la naturaleza, se llevó un hueso
de uno de sus dedos como una reliquia religiosa: un objeto capaz de salvar el
abismo entre la materia y la eternidad. En la época de la Revolución Francesa,
Condorcet y sus compatriotas veían los huesos como lo contrario, como reliquias
del secularismo, como símbolo de la fuerza que reorientaba al pueblo hacia el
aquí y el ahora, y permitía el ascenso de los principios de la libertad
individual, la igualdad y la democracia. Para Berzelius, Cuvier y otros
científicos del siglo XIX, el cráneo era un talismán de la ciencia. Los
huesos de Descartes (o más bien, el significado que las diversas generaciones
les han atribuido) hablan en realidad de quiénes fuimos y quiénes somos,
incluidas las convicciones, confusiones y confrontaciones que nos dividen
(pp. 238-239). (Subrayado nuestro).
Precisamente uno de los fundamentos modernos que
falla a finales del siglo XIX y principios del XX es que el mundo, la realidad
y la vida están divididos; hoy el consenso es más bien que son una totalidad, y
que pretender que la razón sea esa entelequia que determine todo es un garrafal
error que se paga con los efectos de la guerra, campos de concentración y
devastación de entorno natural, sin mencionar la asfixia que produce en la vida
social y moral de la gente común el exceso de racionalidad. Esa crisis, pues,
se va a manifestar en la investigación científica, en el método, y en
instituciones tan valoradas por nosotros como la política y la educación. Seguiremos, en otras entradas del blog, revisando cómo se da ese proceso.
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