Política y Educación: Nociones Fundamentales

Política, Educación y Epistemología 



Rolando J. Núñez H.
rolandonunez70@hotmail.com
@Sisifodichoso



Al reflexionar sobre la la relación entre política y educación, y sobre todo, pensar acerca de las posibilidades reales que tiene la escuela de formar para la política, esto es, para la ciudadanía, caemos en la cuenta de que ahí están en juego tres definiciones que se corresponden con dimensiones de la realidad que se cruzan, se complementan, a veces chocan, pero que, a fin de cuentas, son parte de la totalidad vivencial de todo hombre situado; en nuestro caso estamos hablando del hombre venezolano que, necesita de lo educativo para poder formarse, e informarse, en torno a lo político, espacio socio histórico en el cual se tiene que desenvolver a lo largo de su existencia; para esto necesita de la epistemología, instrumento conceptual que le permitirá profundizar en los fundamentos tanto de las prácticas políticas como de las educativas. Repasemos, brevemente, qué se ha entendido, por "política", "educación" y "epistemología", y qué nos interesa a nosotros recuperar de esas nociones.
En su monumental obra Paideia: Los Ideales de la Cultura Griega (2000), Werner Jaeger sostiene que “La educación es el principio mediante el cual la comunidad humana conserva y transmite su peculiaridad física y espiritual” (p. 3). ¿Qué connotación podemos darle a esta aseveración, hoy? Según Louis Not, en su libro Las Pedagogías del Conocimiento (1998), pudieran ser dos grandes tendencias: las pedagogías autónomas y las heterónomas. Las segundas, según este estudioso, comprenderían la idea de “conservar” y de “transmitir” como una manera de mantener lo que hoy día la sociología denomina el Statu Quo, es decir,
lo establecido; de modo que la educación tendrá como una de sus finalidades naturales conservar las cosas en su lugar, resistirse al cambio porque este podría resultar peligroso. El valor y la realidad adecuada estarían aquí en lo que perdura, en lo que no cambia, según la vieja concepción aristocrática de Parménides, de que el cambio es solo aparente y por tanto engañoso; lo verdadero, lo auténtico, estaría en lo estático, en lo sólido como la roca. La pedagogía, y la didáctica, inherente a esta concepción se corresponde con el segundo constructo de la definición de educación que hemos tomado de Jaeger: “transmisión”. Según esto, educar vendrá a ser comunicar conocimientos, datos, informaciones, y el maestro pasaría a ser una suerte de operario que selecciona objetos de información y los “pone” en el cerebro vacío de los discípulos. Así, “educar” sería “transmitir”, una función, que si a ver vamos, resulta bastante mecánica y monótona, y que, desde el punto de vista gnoseológico, tienen su asiento en la externalidad del aprendiz, discípulo o discente, es decir, lo que la psicología del aprendizaje llamaría el “locus de control” estaría fuera del sujeto que aprende. Luis Not, antes citado, dice que, a lo largo de la historia de occidente, se ha dado en la educación, el desenvolvimiento de otra gran tendencia, que vienen a ser las “pedagogías autónomas”; estas, por su parte, insisten en que el aprendizaje se gesta dentro de la persona y que, en el fondo, no hay maestros y alumnos, sino más bien que todos somos aprendices, luego, nadie enseña a nadie, y la enseñanza, como profesión y como disciplina no es más que una quimera. Como sabemos que los extremos se tocan, hemos de insistir en que forzar la barra hacia un polo que solo enfatice el conservadurismo y la transmisión, es peligroso; pero, así mismo es riesgoso pretender que el aprendizaje se da sin maestros ni orientaciones con una “cierta” tradición. Ciertamente que educar implica innovar, romper moldes, abrir nuevos caminos, pero eso no se hace sobre la nada; partimos de una historia (que no es determinista), de una tradición (que no tiene porque ser estática ni inflexible) y vamos hacia la construcción de mundos y visiones nuevas. En esa dialéctica se tiene que, o debería, jugar lo educativo.

En lo atinente a la noción de “política”, también aquí vamos a encontrar la polivalencia de conceptos y significados. Intentemos decantar el término. Manuel García Pelayo, en su obra Idea de la Política (2004) dice que la coyuntura inmediata nos ha hecho forjar dos “imágenes” de lo que pudiera ser la política, esto, según el autor, se ha venido dando desde los inicios del pensamiento político, a saber, el autor nos plantea que “Una imagen se centra en torno a la tensión y a la lucha, de modo que la política tiende a estar presidida por el momento polémico. La otra, en cambio, se ha centrado en torno al orden o a la paz, con la consiguiente acentuación del momento estático” (p. 5). Como consecuencia de esto, la primera imagen empujaría a cambios y transformaciones y la segunda al mantenimiento del orden y del estado de cosas. Si nos fijamos, ambos polos se corresponden con las dos concepciones de educación que pergeñábamos párrafos arriba. Se corresponden pues dos visiones de educación con sendas visiones políticas. De nuevo, de lo que se trata es de ubicar los términos medios. En Política y educación (1994), Octavi Fullat sostiene que el significado que Maquiavelo le dio al término política en el Renacimiento no es el mismo que le dieron Platón y Aristóteles en la Antigüedad, y en misma línea sin solución de continuidad, Tomás de Aquino, luego en la época Feudo aristocrática. Para estos tres últimos la política era una condición natural del hombre que vive en sociedad, estaba orientada a ordenar, armonizar y regular la convivencia de los hombres que tienen que vivir juntos en una polis, en una ciudad. Para Maquiavelo, en cambio, en su obra El Príncipe (1970), citado por Fullat, “El príncipe tiene que pensar únicamente en salvar su vida y su Estado; si lo logra, todos los medios que haya utilizado parecerán honrados y serán alabados por todo el mundo” (p. 52).
El historiador venezolano Manuel Caballero (1931 – 2010), según se recoge el blog “Historia Contemporánea de Venezuela” (historiadevzla.wordpress.com), sostiene que es la llamada “Generación del 28” la que inventa la política en Venezuela. Habría que precisar que a lo que el autor se está refiriendo es a que ese movimiento estudiantil, que se rebeló contra la tiranía gomecista, en el marco de unas inocentes fiestas de carnaval, reinventó la manera de concebir y hacer la política, por cuanto hasta ese momento, y prácticamente desde la época de la Independencia, para no decir desde la conquista y colonización, la política se había entendido como una acción bélica, una acción de guerra, en donde la disputa por el poder, y los conflictos y problemas que tenían que ver con lo público se dirimían en el campo de batalla; no se celebraban elecciones, no había debates públicos o populares, las decisiones las tomaban unos pocos caudillos o gamonales, seguidos por una masa sin conciencia ni sentido de lo nacional que iba como carne de cañón a hacerse matar en guerras o escaramuzas sin saber muy bien porque. Así, para el historiador, la política pasa del campo, de lo rural, a la ciudad, en donde la manera de organizar la vida, y la convivencia, es distinta a la de una Venezuela de caseríos y pueblos perdidos a lo largo y ancho del territorio nacional. En la ciudad, en la polis (por eso insistimos que el hombre – político es el que se desempeña, y vive, en esta sociedad de la urbe) el debate, las decisiones, los consensos y disensos, circulan por otras vías, de modo, que, parafraseando al Caballero, la política se baja del caballo, del guerrero, del hombre del campo, y se instala en la ciudad. Ya el venezolano no va a estar marcado por la guerra como política (recuérdese que el país vivió en continuas guerras desde 1810 hasta 1903, cuando Juan Vicente Gómez y Cipriano Castro “pacifican el país) sino por el debate y el encuentro de visiones acerca de lo público y del poder, no obstante que esto se venga a manifestar, propiamente dicho, y tal como plantea el historiador citado, en 1928, con las manifestaciones estudiantiles que ponen en crisis al régimen gomecista que se siente amenazado por una emergente manera de ver la política, la sociedad y el poder.
Es obvio que, dada la polivalencia del término, vinculada a las nociones axiológicas, ontológicas e incluso antropológicas – pues también Maquiavelo, citado por Fullat, sostiene en su obra Discursos (s/f) que “Quien decida fundar un Estado, y dar a este leyes debe suponer de entrada que los hombres son, todos, malos” – de nuevo estamos ante una situación en la que debemos optar por una de estas definiciones, y, por consiguiente, estaríamos optando por una pedagogía. Así, tendríamos que decidirnos por la concepción aristocrática (mas no elitesca ni excluyente, ni mucho menos burguesa) de aristotélico – tomista de política, en el sentido de que el hombre es un animal político por esencia, que su vocación es vivir en relación con otros y que al vivir en la “polis”, es decir, en la “ciudad”, esto es, en la “sociedad”, tiene necesariamente que ponerse de acuerdo con sus conciudadanos, darse unas normas y leyes, y designar a unos “primos entre pares” para que cumplan funciones públicas por un tiempo determinado y que lo asuman como un servicio, nunca como un privilegio o un medio para enriquecerse, favorecerse o favorecer a los suyos ni perseguir al contrario. Esto cambiaría completamente la práctica política de funcionarios y de ciudadanos. Basta revisar cuál es la idea, y la práctica, que se tiene hoy día de la figura de un “ministro”, personaje que ordinariamente se mueve rodeado de guardaespaldas, asistentes y privilegios; inalcanzable, las más de las veces, pero, si vamos a lo que originalmente era un ministro vamos a conseguir, que incluso en su origen etimológico, ministro significa “servidor”; de ahí “Ministro de la Palabra”, por ejemplo, en el contexto religioso. Es allí donde se consiguen educación y política; la primera como preparación y formación para la segunda: así lo vio Platón en su propuesta filosófico – política. Con respecto a la “Epistemología”, hemos de señalar, tal como sostiene Franklin León Rugeles, en su libro Teoría del Conocimiento, que esta “Se ocupa de la definición del saber y de los conceptos relacionados, de las fuentes, los criterios, los tipos de conocimiento posible y el grado con el que cada uno resulta cierto; así como la relación exacta entre el que conoce y el objeto conocido” (p. 19). Es decir, la epistemología, también entendida como teoría del conocimiento, gnoseología, e incluso como “metodología”, nos lleva a que nos planteemos la pregunta por el origen, estructura, límites y posibilidades del conocimiento, ya sea en lo genérico o en sus muy diversas ramificaciones.

Así, la epistemología a la que nosotros nos estamos refiriendo se cuestiona acerca de cuál es el horizonte cognoscitivo que le da sustento a la construcción teórica denominada educación, por una parte, y política, por la otra. De alguna manera estamos postulando la necesidad de aproximarnos a una “epistemología de la política” y a una “epistemología de la educación”. Visto así, es claro que nos queremos central, no en una reflexión sobre el “poder político”, y las relaciones de poder; tampoco es nuestra prioridad el “liderazgo político”, y la figura del “político como profesional”; lo que en primera instancia nos interesa es las condiciones reales de posibilidad que tiene el ciudadano común para conducirse como ser político, para desarrollar su vocación política en cuanto ser que se siente llamado a vivir con otros, a organizarse para convivir lo más armónicamente posible con otros, y, en a fin de cuentas, cómo podemos vivir en la polis, esto es, en la “ciudad”, es decir, en la sociedad, sin anular al otro, sino más bien promocionarlo, humanizarlo. Nos referimos, obviamente, a una epistemología situada, es decir, a una teoría o crítica del conocimiento que no se pretende universalista, abstracta y etérea, sino más bien situada histórica y culturalmente; que parte de lo concreto, no de categorías abstractas, que ha sido la manera clásica de elaborar conocimiento, es decir, no se trata de partir de abstracciones para aplicarlas a la realidad, que es lo que en el fondo implica la “elaboración de teorías”; lo que acá se plantea es desmontar los conceptos – o preconceptos – que giran en torno a las prácticas educativas y políticas, para desvelar (procediendo fenomenológica y hermenéuticamente) y evitar así, lo que pudiéramos llamar un “error de diagnóstico”, es decir, atribuir a nuestra político – educativa rasgos que bien pudieran pertenecer, o calzar, a realidades y geografías foráneas. Desde este enfoque categorizar sería ubicar en una precomprensión que velaría la realidad y nos ocultaría lo que estamos buscando, lo reduciría a nivel de noúmeno, según la categorización kantiana de esencial, como imposible de conocer.

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