Noción de "Política": Pinceladas Históricas.
La Concepción Tradicional de Política en Occidente
Rolando J. Núñez H.
rolandonunez70@hotmail.com
"Homo homini lupus" Thomas Hobbes
"La política es la forma más elevada de la caridad" Papa Francisco
En la polis griega, fueron los sofistas, Polibio (200 a. C. – 118 a. C.) y Tucídides (460 a. C. - ¿396 a. C.), los que defendieron la tesis de que la política gira en torno al poder; a esto se opusieron, denodadamente, Sócrates, Platón, Aristóteles y, posteriormente, en el ámbito latino, Cicerón; estos últimos configurarán una tradición que entiende la política como convivencia, necesidad de “vivir-con”, pero, especial importancia tiene en esa “vivencia común” la noción de “justicia”; es decir, en el pugilato filosófico – político que representan, por un lado los sofistas, y por el otro la tradición socrático – platónica, las dos ideas que se enfrentan son “poder” frente a "justicia". Son tesis que, aún hoy, se enseñan y se debaten en academias militares, universidades y espacios intelectuales, lo cual indica que ambas siguen teniendo detractores y defensores, pese a la creencia común que en los estados modernos y en el concierto de las naciones inspiradas por los Derechos Humanos, se impone la justicia y queda a atrás la fuerza y el poder por el poder. Basta ver la actitud de la gran mayoría de los gobiernos que dicen defender y asentarse sobre la base de la democracia y los derechos ciudadanos pero, ante los abusos de poder de gobiernos aliados que someten y espolian a sus pueblos, aquellos prefieren callar argumentando "respeto a la soberanía de las naciones".
La era feudo aristocrático, fichado por la modernidad ilustrada como “medieval”, vincula su cuna con la genial pregunta agustiniana, que hayamos así expresada en La Ciudad de Dios (2004): “Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios?” (p. 97); esta era cristiana, insistimos, entiende la política como un régimen de paz, pero sobretodo de justicia, siendo fiel a la tradición platónica que centra todo problema (es decir, toda pregunta) sea ella filosófica, o sea política, en qué es lo justo y qué es lo injusto; esto en el entendido de que no puede haber verdadera paz en una sociedad, si esta no se fundamenta en la justicia, que se traduce así en el basamento de gobiernos y estados. Claro que tampoco está del todo ausente, en el pensamiento cristiano, que emerge tras la caída del imperio romano, una tendencia que defiende que la sociedad política se sustenta sobre la violencia; esta vista como dispositivo disciplinador y límite necesario al pecado de los hombres que han sido corrompidos por el maligno.
En Tomás de Aquino (1225 - 1274), vamos a conseguir una connotación de la política que pone el énfasis en la justicia justificada por lo que el Aquinate entiende como “ordenación” natural, política y divina de las creaturas a Dios. Es decir, para Tomás todo lo que el hombre hace, y esto incluye lo sociopolítico e incluso lo intelectual, está “ordenado” a Dios; Tomás no habla de orden (que es un concepto político, y sociológico, más bien moderno) sino más bien de ordenación, es decir, las criaturas, desde las más simples, hasta las más complejas, están dirigidas, en sus acciones y en su ser, a su creador; de ahí que la acción política, teniendo como vía la razón, nos conduce necesariamente a Dios, según esa ordenación natural, propia de la esencia, es decir de la naturaleza, humana.
Una de las simplificaciones históricas más grandes que la modernidad ha perpetrado, contra la ecuanimidad y el equilibrio, ha sido la de poner a circular la idea, especialmente a partir de la visión de los filósofos ilustrados, de que los diez siglos que van desde finales del siglo IV hasta, más o menos, al siglo XIV, estuvieron signados por el “dominio de la iglesia y el oscurantismo que esto trajo consigo”. Nada más alejado de la realidad, en primer lugar, porque es ingenuo pretender que un periodo tan largo de la historia simplemente se haya detenido y no vivió sino bajo el signo de una religión; en segundo lugar, porque los hechos y acontecimientos históricos no dicen que sí un hubo todo un desarrollo desde el punto de vista cultural, científico y político-social en ese largo periodo histórico. A este respecto es pertinente citar al historiador y medievalista Jacques Le Goff, quien en su obra La Civilización del Occidente Medieval (1999) asevera: “A pesar de la verdadera crueldad de los tiempos medievales en muchos aspectos de la vida cotidiana, cada vez nos cuesta más aceptar que medieval sea sinónimo de retrasado y de salvaje (…). Lo esencial es la incontestable potencia creadora de la Edad Media” (p. 13). Y una de las potencias de este momento medieval es precisamente el florecimiento de posturas y tendencias que entienden lo político, y lo social, de formas distintas. Así, además de las tendencias ya revisadas, encontramos además una visión que se enmarca en lo que se pudiera considerar un “aristotelismo izquierda” (en un sentido más liberal e iconoclasta) y que representa Marsilio de Padua (1275 – 1343). Marsilio, quien abogaba por un estado laico, y pugnaba por la preeminencia de este sobre la Iglesia, a la que consideraba como una parte más del estado y, que por ende, debía estar sometida a los mismos estatutos que regían al conjunto de los ciudadanos, era partidario de una idea de la política que mantiene, tal como lo refiere Manuel García-Pelayo en Idea de la Política (2004) “(…) el primado de la voluntad, con lo cual, la política comienza a separarse de la ética, y el orden social pasa a ser concebido como una consecuencia del poder que imponen las leyes, con independencia de que estas se adecuen o no a las justicia, de modo que la unidad del Estado (regnum) es ante todo un resultado de la unidad del poder” (p. 8).
Es precisamente la modernidad incipiente, en germen, que se manifiesta ya en el seno de la Edad Media, en planteamientos como este, la que luego nos hará ver que ética y política corren paralelas; de ahí que, incluso hoy día, el común de la gente tenga la tendencia a ver el tema político como algo divorciado de la ética, en donde todo es trampa, juegos de poder y manejos oscuros. De más está decir que esto no tiene necesariamente que ser así, aunque haya una fuerte tendencia que apunta en ese sentido, pero, el hecho de que algo se vuelva “norma” en el uso, y todo el mundo lo vea como “normal”, no por eso es necesariamente bueno o justo.
Tan polifónico es el coro teórico en el plano filosófico – político en la Feudo aristocracia que incluso hay que hacer referencia al punto de vista islámico, pues este sostiene que el estado de la naturaleza humana es la libertad, pero, dado que, según esta cosmovisión, el hombre es una suerte de enemigo de sí mismo, la libertad sin límites llevaría a la propia destrucción, motivo por el cual existe el derecho para poder poner límites a aquellos que en las diversas sociedades infringen normas y leyes. Lógicamente, para una visión del mundo teológica como la musulmana, lo que llena de significado el marco legal es Dios, y este establece el mandato del Califa para que vele por el cumplimiento de leyes y preceptos. Una versión cristiana de esto será instaurada en occidente por gobernantes como Federico II, poniendo a Dios como piedra angular del edificio político – jurídico (1194 – 1250), y a los príncipes” como garantes de la libertad natural dentro del derecho.
"Nos resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos. Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo después de ellos no incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella; porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir ellos que el que, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace para estudiar lo que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo quiere hacer profesión de ser bueno, cuando en el hecho está rodeado de gentes que no lo son, no puede menos de caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que desea mantenerse aprenda a poder no se bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad según que las circunstancias lo exijan” (pp. 95-96).
Es evidente aquí lo que ya hemos señalado acerca del autor, a este le interesa la política real, la que ocurre en su tiempo y da cuenta de las luces y las sombras de su momento histórico. Claro que ese realismo político lo lleva por un camino que, dada su visión antropológica derrotista (habla de “gentes que no lo son”), lo conduce a proponer una política totalmente disociada de la moral pues para que el príncipe (el gobernante) se mantenga en el poder deberá aprender a “no ser bueno”; ¿quién le enseñará a hacer eso: la escuela quizá, el tutor privado o la vida misma? ¿Es ético enseñarle a un futuro gobernante a ser malo”? ¿Refrenda esta postura crítica y autorizada la opinión popular de que la “política es sucia”, justificando así un proceder que pone zancadillas y acude a los manejos turbios para imponerse por encima del contendiente político? ¿Es cierto, válido y lícito entonces el axioma, que una y otra vez se le ha atribuido a Maquiavelo, de que “el fin justifica los medios”? ¿No existen los políticos buenos y honestos? ¿Debemos rehuir de la idea aristotélica de que somos políticos por naturaleza o, resignarnos ante la tesis de Hobbes de que somos malos por naturaleza y “el hombre es lobo para el hombre”? El talante político moderno consigue no solo en Maquiavelo a uno de sus más preclaros intérpretes; también Thomas Hobbes (1588 – 1679) formula la “razón de Estado” por encima de cualquier otra, pues para él la sumisión absoluta al poder del Estado es la Conditio sine qua non para la paz social; de ahí que sostendrá en El Leviatán (1651): "Los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, de los demás por el ejemplo (…) De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil” (pp. 51 y 52). De modo que, para este filósofo, ese Estado, y el gobierno, que atemoriza, que se hace temer, es el único capaz de garantizar la estabilidad y la seguridad de la sociedad; es a través del miedo como, según Hobbes, se puede gobernar con éxito. Esta es una marca y una señal distintiva de la concepción de sociedad y de política que va a manejar la modernidad, y que conseguiremos en autores tan representativos de ella como J.J. Rousseau (1712-1778), quien va a sostener en su Contrato Social (1762) que el hombre es bueno por naturaleza pero la sociedad lo corrompe, lo hace malo, por lo que la única manera de que los hombres no se maten entre sí es a través de un contrato, de un convenio, que establezca normas mínimas de convivencia. No puede dejar de preguntarse, quien lee a Hobbes (o a Rousseau), ¿a qué “hombres”, así, en sentido universal, se refieren estos autores? ¿Qué experiencia de vida, social y personal, tiene el pensador para postular un hombre que, por naturaleza tiende a devorar, a aniquilar al prójimo, a ser desconfiado? En su descargo Rousseau argumenta que basta ver al hombre que cuando viaja busca ir acompañado y armado, o que cuando se va a dormir cierra puertas y ventanas, etc., pero, ¿se puede concluir que por estas razones todos los “hombres” sean lobos, desconfiados y malos, per se?
Si nos remitimos a nuestra realidad, a la de 2018, y haciendo un análisis superficial, quizá debamos darle la razón a Hobbes, pero, ¿en Venezuela fue esa siempre la realidad? ¿Desde cuándo para acá en la realidad social venezolana nos fuimos rodeando de rejas, portones y cercos eléctricos para tener una cierta sensación de seguridad? Es del saber popular venezolano que hasta hace algunas décadas, en nuestro país, se podía dormir con las puertas abiertas y nadie se llevaba nada; luego, ¿es parte de la naturaleza humana vivir en conflicto y en continua competencia con los otros? ¿Será parte de la antropología del venezolano despojar al otro de sus pertenencias por puro impulso natural? Parece que no. Más aún, incluso aceptando que en las últimas décadas se ha venido instaurando un clima social, en el que vivimos atemorizados y acechados por la inseguridad y el vandalismo, cabría hacerse otra pregunta: ¿el hecho de que tengamos que protegernos de la delincuencia con rejas, alarmas y vigilancia implica que “los hombres” (en este caso los venezolanos), somos todos lobos para los otros hombres? Sin mucha elaboración metodológica, procedimental o instrumental, cualquiera puede saber que en nuestros "barrios", en nuestras zonas populares, y en general, en nuestra sociedad, los delincuentes, los “lobos”, no son la mayoría. Quienes ponen en jaque a una comunidad, a un barrio o a los habitantes de una cuadra, por lo general son muy pocos, y la gran mayoría se siente acosada por estos pocos, el problema es que esos pocos están armados, saben de la impunidad que reina para castigar al que delinque y además tienen la disponibilidad psicológica, han optado por hacer el mal, por “devorar” a los otros. No es cierto el prejuicio, o cliché, que asevera que en los "barrios" la gran mayoría son delincuentes e inmorales, si así fuera hace mucho que nuestra sociedad hubiera devenido en una Sodoma, o en una Gomorra, de todos contra todos y en donde ya no quedaría piedra sobre piedra. ¿Qué lleva entonces a un autor moderno, como Hobbes, a concebir al “hombre” de manera tan determinista y fatal? Es quizá este uno de los ejemplos más fehacientes para sustentar la convicción aristotélica de que no solo el hombre es una animal político, sino que incluso, y sobre todo, el “el conocimiento es político” y que la “filosofía es política”, una vez más, no el sentido ideológica, o partidista (como nos han querido hacer ver desde el poder, en los últimos años), sino en el sentido de que el conocimiento, filosófico, científico y común, se produce en la “polis”, en la ciudad, es decir, en la sociedad. De aquí que ese planteamiento antropológico – metafísico de Hobbes, no es un pensamiento que se gesta en lo abstracto, surge de una realidad político – social, de un contexto, que lo hace ver la realidad (aquí aparece la ontología) de una determinada manera.
El de Hobbes es un tiempo de guerras y conflictos, de reinos y países que pugnan por sobrevivir o imponerse a otros. Hobbes ha nacido en 1588 y es el año de la derrota de la Armada Invencible; de 1618 a 1648 se da la Guerra de los Treinta Años, entre las principales potencias europeas de la época, situación que generó saqueos, hambrunas, muerte, etc. Así como esta se dan otras muchas guerras civiles, entre países, rebeliones, etc. Es obvio que una situación como esta condicione el pensamiento del autor al punto de ver la guerra y la violencia como un estado natural y la existencia de una Estado totalitario (de ahí la idea del Leviatán, que es una suerte de bestia marina, en el Antiguo Testamento, a menudo asociada con Satanás, creada por Dios, según refiere el Génesis. El término “Leviatán ha sido reutilizado en numerosas ocasiones como sinónimo hoy en día de gran monstruo o criatura.) como única salida. Nos queda pues pendiente, para desarrollar más adelante, la pregunta por otra antropología distinta a la propuesta por Hobbes. El desarrollo que tiene la filosofía política moderna que nace con Maquiavelo, en el Renacimiento, tiene su corolario con un autor tan emblemático, para la modernidad, como lo es Federico Hegel (1770 – 1831), para quien el Estado es algo así como el “Espíritu Objetivo”, es decir, la sustancia ética autoconsciente que tiende a la divinidad. Para Hegel, a este dios, que es el Estado, hay que rendirle culto, hay que volcarse a él, identificarse con él, puesto que él hace su propia historia, él va evolucionando independientemente de los individuos, pues se constituye en el único individuo. Según Hegel, quien concientiza esto se da cuenta de que no hay más derecho que el del Estado; de ahí que el filósofo alemán subordine el derecho natural al del Estado, pues el individuo debe todo al Estado y al Espíritu Nacional. Por eso, en la dialéctica “amo – esclavo”, en la que el Estado es el amo y el individuo es el esclavo, este último debe anularse y brillar con luz propia el Estado; así lo expresa cuando afirma: "La lucha por el reconocimiento y la sumisión a un amo es el fenómeno del que ha salido la vida social de los hombres, como principio de los Estados. La violencia, que es el fondo de este fenómeno, no es por ello el fundamento del derecho, aunque sea el momento necesario y legítimo en el paso del estado en que la conciencia de sí está inmersa en el apetito y la individualidad, al estado de la conciencia de sí universal (pp. 180 y 181). En ese Estado se van a objetivar, según Hegel, la realización plena del Espíritu Absoluto, por eso hay que sometérsele. Como se ve, Hegel sirve la mesa para lo que en el siglo XX será conocido como los Estados Totalitarios, en donde no es que el Estado esté al servicio del ciudadano sino el ciudadano al servicio del Estado, situación harto bizarra de la cual las diversas sociedades y democracias contemporáneas tratarán de librarse, no siempre con éxito. Ante la postulación de un Estado tan aplastante Sören Kierkegaard (1813 – 1855) dirá que el idealismo de Hegel construye un castillo de cristal tan perfecto que le niega la entrada al imperfecto hombre de carne y hueso que, imposibilitado para vivir en dicho castillo, tendrá que construirse un rancho de paja a la entrada y pernoctar allí. Lo trágico de esto es que ese rancho de paja se traducirá en el siglo XX en concreciones tan extremas como campos de concentración (en el horroroso régimen nazi), campos de trabajo (en el poco humano régimen socialista que se construyó detrás de la cortina de hierro) y, en los distintos gobiernos despóticos que proliferaron (y aún proliferan) a lo largo y ancho del planeta (miremos el Castro comunismo que asola Cuba desde hace más de 50 años, dictaduras en distintos sitios de África, la horrida dictadura de Corea del Norte, etc), tal como lo recoge el escritor venezolano Nelson Rivera en su libro El Cíclope Totalitario (2009).
Me encanto leerte mi Prof.
ResponderBorrarGracias por la lectura y por el comentario, Lucy. Saludos!
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