Historias Mínimas: El Veneno del Arañero
El veneno del Arañero
Rolando J. Núñez
H.
@Sisifodichoso
“Yo
vendía arañas”. En sus frecuentes apariciones en televisión, en cadena nacional,
solía repetir que de niño vendía arañas, por eso le llamaban El Arañero. Con su
verbo encendido y seductor pasaba horas frente a las cámaras de televisión
recordando, recreando, creando historias de su infancia y de su juventud,
mientras que, al mismo tiempo, informaba de planes de gobierno, de proyectos
políticos y de cruzadas justicieras contra todo aquel que se le pusiera en el
camino o se atreviera a llevarle la contraria. Pero el hombre encantaba,
convencía, decía las cosas de una manera que, por muy letales que fueran,
entraban en quienes le oían con la misma dulzura que llegaban al paladar
aquellas arañitas que hacía la abuela para que su nieto las saliera a vender
por las polvorientas calles de un remoto pueblo llanero.
Cuando
llegó al poder, sobre el regazo de una masa de gente que lo había votado
mirándole como ese mesías que les iba a sacar de la pobreza, inmediatamente comenzó
por execrar lujos, protocolos y rituales propios de ese poder; ya después se
encargarían él, y su entorno, de sustituirlos por otros más revolucionarios e
irreverentes, pero igual de opulentos, o más. Nadie, o casi nadie, se negaba a
tomar de aquel dulce (y fuerte) néctar político. Un hombre que hablaba, sentía
y vivía como el común de la gente de la calle no podía ser sino el elegido, “el
que habíamos estado esperando”.
Poco
tiempo pasó para que el otrora vendedor de dulces con forma de araña se diera
cuenta de que no todo podía ser, en su cotidianidad palaciega, igual que como
se lo había mostrado a sus votantes, que poco a poco se iban volviendo
súbditos. El que había sido figura admirada por él, y ahora mentor político e
ideológico, sentenció, en una de sus muchas y maratónicas tertulias nocturnas:
“tienes que cuidarte de las acechanzas de los enemigos, internos y externos.
Tienes que cuidar lo que comes, la información que compartes, con quién
duermes”.
Su
mentor, que ya llevaba cincuenta años en el poder en su isla, no tanto por el
amor de su gente, sino más bien gracias al miedo de estos, le asesoró, desde
entonces, acerca de atentados, traidores y sospechas de la más variada especie.
Los atentados, incluso cuando no existían, había que inventárselos, le confío,
en cierta ocasión. A partir de allí esa cercanía con el pueblo, con el
soberano, iba a ser parte de la cara pública, porque, puertas adentro, había
que manejar con bisturí, todo lo que hacía, decía, comía y hasta pensaba. Desde
entonces, todo lo que había aprendido de táctica y estrategia en el mundo
castrense, pero también en el mundo de la subversión (que había corrido
paralelo a su vida de militar), había que ponerlo en práctica.
Así,
de un chef, que siempre había tenido la casa de gobierno, pasó a nueve, de
manera que el presidente podía elegir en las horas más intempestivas al maestro
de cocina deseado; así como también el menú apetecido. Obviamente, estos
empleados pasaron a ser funcionarios de alto nivel con muchos privilegios pero
también con muchas responsabilidades y angustias en su haber; al hombre fuerte
del gobierno a veces se le metía en la cabeza que alguno de ellos le quería envenenar
y aunque no pudiera mostrar pruebas de lo que decía tampoco las necesitaba pues
él era la encarnación del pueblo, y eso bastaba. Cierto es que no siempre la
cosa era tan arbitraria y más de una vez el motivo de la sospecha venía del
asesoramiento de “facultos” y “entendidos”, pues estos hablaban con los
“santos” y con los muertos. De su tutor caribeño no solo recibía estas sabias
orientaciones espirituales sino que
además su padre político le había facilitado, a cambio claro de generosas
cantidades diarias de petróleo a su isla, y de adhesión ideológica,
especialistas y maestros en el arte de la comunicación de ultratumba. Así, su programa de gobierno, y su política
de estado, fueron amalgamando un extraño maridaje de conexión emocional con sus
seguidores, ideología “progresista”, estrategia militar y comunicación con el
más allá.
Tampoco
el tema del transporte y traslados quedó fuera de la ecuación. El prohombre de
la nación no podía tener a su servicio a dos o tres pilotos. Necesitó diez, a
su disposición, las veinticuatro horas del día, él luego decidiría cuál y a qué
hora.
Así
las cosas, el líder-presidente se sentía blindado; designaba, destituía,
prevaricaba, perseguía, dictaminaba; no había límites porque su misión era
salvar al pueblo, y su ética no era la de todo el mundo sino una que ponía las
cosas al revés por el bien de la “humanidad”. El hombre que no descansaba, que
llamaba a sus ministros a las dos de la mañana para comunicarle una idea que se
le había ocurrido para echar a andar la economía de los vendedores de arañas,
ese hombre de mente preclara no podía detenerse, había muchos colegas suyos que
convencer, mucha masa que mantener cautiva, muchos enemigos del pueblo que
perseguir. Además, sus fantasmas, sus demonios estaban exorcizados en todos los
frentes; no había cocinero, piloto o político que pudiera atentar contra la
revolución que él encarnaba. No había veneno que penetrara tal sistema de
defensa.
Un
día apareció un dolor en la pierna izquierda que luego subió a la cadera. El
equipo de médicos fue llamado a palacio y después de varios estudios llegaron a
una conclusión: cáncer. Recomendaciones: tratamiento y reposo, indicaciones que
un hombre que estaba más allá del bien y del mal no estaba dispuesto a atender.
Uno de los galenos, de los muchos que lo trataron, sentenció por lo bajo: “a
veces las emociones, a veces los afanes envenenan el alma, a veces el cuerpo”.
el prohombre murió tras dos años de lucha; murió dos veces: en diciembre para
los íntimos y tres meses después para la opinión pública y para las masas que
siempre recibieron con beneplácito el néctar de su verbo, de su obra. Al final del día, no solo envenenó su cuerpo, también envenenó a toda una nación, a un pueblo...
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