Cine y Política: El Informante

El Hombre que Hizo Caer a la Casa Blanca

Rolando J. Núñez Hernández

“La verdad está en camino y nadie la detendrá”
Emile Zolá

El Informante (2017), como ha sido titulada en español la película de Peter Landesman, protagonizada por Liam Neeson, no parece ser un drama más que quiera lavar los trapos sucios de la política doméstica; más bien pareciera decirnos que una sociedad madura, o que busca madurez, siempre está dispuesta a ajustar cuentas con su propia historia, para no repetirla o para aprender de ella. La trama nos deja una idea bastante clara: el mundo de la política siempre implicará luces y sombras, altibajos, virtudes y vicios, pero mientras haya instituciones, en tanto y en cuanto prevalezcan la Constitución y las Leyes, el tan necesario equilibrio de poderes, la siempre perfectible democracia seguirá su curso y altibajos, pero difícilmente caerá en el lodazal de los personalismos y de grupos que secuestran el poder para su usufructo y beneficio particular.
El filme recoge un hecho histórico y lo hila a través de la biografía de uno de sus  protagonistas: Mark Felt, subdirector del FBI en el momento que muere el mítico y controversial John Edgar Hoover (1895 – 1972). El partido gobernante, y aspirante a la reelección, es descubierto en una operación de espionaje en contra del partido de oposición. Empiezan a aparecer una serie cabos sueltos que conducen, todos ellos, a un mismo sitio: la Casa blanca, los llamados “hombres del Presidente” y al presidente de los EEUU mismo.
Muerto Hoover, el estamento político gobernante mueve sus piezas para colocar gente de su confianza en el Buró de Investigación y manipular así  las pesquisas sobre el sonado Caso Watergate. Es ahí cuando se van a conseguir de frente con el segundo de a bordo y con toda la estructura administrativa, y de poder, que fue levantando el hombre fuerte del FBI a lo largo de casi cinco décadas. Como se sabrá, años después, se da en aquellos convulsos años setenta un enfrentamiento de colosos (el FBI frente a la Casa Blanca) que no escatimará (ni de una parte ni de otra) recursos y esfuerzos para imponerse ante la otra parte; el poder político frente al poder de una institución que, sin dejar de torcer la ley en más de una ocasión, se había erigido como una de las policías científicas más sólidas del mundo, desde su fundación. Y es esta una de las facetas que parece interesante destacar de esta historia fílmica: Hoover es sustituido por uno de los hombres de Nixon, puesto allí para velar que la investigación sobre las escuchas telefónicas a los demócratas se cierre cuanto antes y no salpique al aspirante a la reelección y a su partido. Felt, en su condición de subdirector, y defensor del legado de Hoover, cierra filas y hace valer la autonomía de la institución para realizar su investigación; no se somete aunque sabe que eso le costará el puesto y, probablemente, hasta la libertad. Pronto se dará cuenta de que el cerco se va cerrando rápida y peligrosamente sobre él y los suyos, por lo cual pronto también entrará en escena “Garganta Profunda”: cuando el poder político se empeña en manipular las cosas el poder de la prensa puede ser la vía para que la verdad consiga válvulas de escape.

Al mismo tiempo, Felt está viviendo un drama familiar paralelo; el hombre en el poder tiene que lidiar con sus meandros domésticos y mostrar que se puede ser buen hombre público (aunque no siempre bueno) y buen padre de familia; es un personaje que batalla con sus propios demonios, que libra su propio karma para delimitar dónde termina lo personal y dónde empieza lo institucional. Si algo va poniendo sobre el tablero esta trama es el tema ético y moral sobre la independencia de las instituciones, o la mera existencia de ellas y la importancia que tienen estas en una sociedad para que está permanezca al servicio de la ciudadanía y no sometida a los intereses bastardos de una minoría o de individualidades. ¿Dónde termina la legalidad para llegar a los criminales y dónde empieza lo paralegal en un país o en una entidad estatal? ¿Se le puede permitir todo a quien persigue a los enemigos de la ley? ¿Qué se le puede perdonar? Pareciera que el Jack Bauer de aquella ya medio olvidada serie 24 estaba inspirado en algunos de los personajes que han hecho la historia contemporánea de EEUU y otras naciones modernas.
Al final del drama, tendrán que rodar cabezas, más de las que se pudiera pensar y desear; unos y otros tendrán que dar cuentas por sus pecados y ser reconocidos por los servicios prestados a la gente. Después de todo quedará claro que en las sociedades donde prevalecen los intereses de la mayoría, por encima de los particulares, siempre habrá posibilidades de construir algo mejor. Que las instituciones trascienden y los individuos son perecederos es una verdad que sigue teniendo vigencia y en los pueblos en donde esto se invierte se cae en el caos y en la destrucción política, social y económica, pero ante todo moral; sino, veamos el caso de Venezuela, una sociedad que salió de un régimen dictatorial y personalista al final de la década de los cincuenta, que se enrumbó en la construcción de una nación democrática e institucionalmente sólida y que después de cuarenta años de ascenso progresivo cayó en manos de un demagogo que tras embaucar a buena parte del electorado sumió al país en la más penosa destrucción y decadencia. Moraleja: las sociedades democráticas e institucionales no serán perfectas pero serán siempre preferibles a aquellas que se embarcan en el camino aventurero e incierto de la anti política, de la persecución de la iniciativa económica privada, de la dádiva y la demagogia y, en fin, de la destrucción del imperio de la ley al servicio de los ciudadanos, de la mayoría.


Una cosa queda clara: una vez más, tarde o temprano, los hombres, especialmente los públicos, son juzgados por el tribunal de la historia; en algún momento las decisiones que se hayan tomado serán evaluadas por la conciencia social que, antes o después, pone las cosas en perspectiva. No siempre la historia absuelve, pero tampoco permanece oculta la verdad indefinidamente; la balanza historiográfica, en algún momento, llega a su punto de equilibrio.

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