Leer a Borges Hoy...

Borges en sus Laberintos Circulares
Rolando Javier Núñez H.
rolandonunez70@hotmail.com

“Sueño contigo y no sé quien está dentro de quien” (@pradobenjamin).


Leer a Jorge Luis Borges (1899 – 1986) es un ejercicio intelectual al mismo tiempo placentero y arduo; porque Borges, como a cualquier otro genio, es exigente pero amable, es trabajoso y ameno; es así, contradictorio porque, si a ver vamos, la vida misma, nuestra cotidianidad, es dialéctica; bajar al litoral, por ejemplo, es caluroso  pero placentero, es sudor y alegría.

            Si partimos de esta premisa nos será menos cuesta arriba, o cuesta abajo, enfrentar que Borges escribió una literatura que ignora al lector común, no por vanidad sino por rigor; rigor en la estructura del cuento y rigor en su diálogo con el lector. Los cuentos de Borges requieren un cierto saber; el vate ciego estaba muy consciente de su originalidad, por eso renunció muy pronto a ser popular. Ese sello estético que suele ser única y exclusivamente borgiano, exige, demanda, una mínima preocupación y un cierto conocimiento de la cultura que nos viene del legado griego, pero también del lejano oriente, y que pasa por la feudo aristocracia medieval, hasta llegar al siglo XX, siglo que tan bien vivió, gozó, narró y poetizó Borges. Leer a Borges nos invita a pasearnos por el saber de la filosofía, por sus temáticas íntimas y existencialistas; implica también un “saber” del propio universo borgiano, puesto que el autor se pasea, de unas páginas a otras, por sus propias cavilaciones, angustias y recurrencias.
            De Borges habría que decir, entre otras muchas cosas, que fue un escritor, un artista, que sin ver, veía, que te podía contar la trama de la película del momento como si realmente la hubiese visto, pues entre lo que le contaban, oía, y hasta lo que olía, según decía su cercano amigo y colaborador, Bioy Casares (1914 – 1999), realmente veía. Y así como te contaba las secuencias de la película, así mismo narraba los misterios de la cotidianidad, las preguntas que, tarde o temprano, todos nos hacemos. Es decir, que Borges, hizo suya, muy suya, aquella convicción de un contemporáneo suyo, Antoine de Saint-Exupéry (1900 – 1944), que sostenía que “lo esencial es invisible a los ojos”. Quizá desde ahí se entienda mejor aquel canto suyo titulado Poema de los Dones:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.

            Del texto poético muchos hilos se pudiesen sacar, por no agotar la paciencia de la concurrencia vamos a centrarnos en uno de esos hilos: “Yo que me figuraba el paraíso, bajo la especie de una biblioteca”. Borges, obviamente, se refiere aquí al momento en el que le nombran director de la Biblioteca Nacional, pero hace alusión, muy especialmente, a su amor por los libros, por ese mundo hermoso, misterioso y multifacético que es el de la palabra escrita. De esta consagración y compenetración de Borges para con el mundo bibliográfico da cuenta el recientemente fallecido semiólogo italiano, Umberto Eco (1932 – 2016), en su magistral novela gótica El Nombre de la Rosa (1980); en la magnífica biblioteca de la abadía en donde sucede la trama, encontramos al venerable monje Jorge de Burgos (clarísima guiño al gigante ciego de Buenos Aires), corazón y alma de la laberíntica biblioteca abacial; un monje ciego que sabe de memoria todos los títulos que alberga la colosal biblioteca y que posee, y maneja, todos los secretos y misterios que encierran aquellas paredes que, por una parte prolongan y perpetúan el saber, y por la otra lo ocultan. Leer Borges es, de alguna manera, leer a muchos autores, anteriores y posteriores a él.
            No solo la obra de Borges, también su vida, especialmente su vida, es apasionante y kafkiana; y el escritor era muy consciente de ello. Decía él, por ejemplo, de sí mismo, que se había casado con un recuerdo, pues a Elsa, su primera esposa, la conoció una noche, siendo ella aún muy joven; esta se casó con otro y Borges tuvo que esperar hasta que su musa enviudara para poder llevarla al altar. Luego, esta fue una relación que no prosperó y pocos años después se separaron. Y es que si te casas con un recuerdo muy probablemente aquello fenece por añoranzas.
            Habría que decir también, y para entender mejor lo que acabamos de relatar acerca su primer matrimonio, que el autor de Ficciones (1944) fue un hombre de carne y hueso, obviedad aparentemente innecesaria pero no tanto si se piensa que a los autores solemos verlos como en un Olimpo en el que siempre estuvieron. Los genios también sufren y Borges, sin duda, fue un genio que también sufrió, amó y lloró. Así, en el amor, por ejemplo, su vida no fue nada fácil; por eso el autor solía decir que él había sido de todo en la vida (bibliotecario, escritor, poeta, empleado público, profesor, etc) pero no había sido feliz. Borges justificaba esta convicción  diciendo que en la vida, todo lo demás se aprende, menos a ser feliz. A esta altura pudiésemos decir que estamos medianamente de acuerdo con el maestro, pues ese tópico de la felicidad es complejo y nada definitivo está escrito sobre la resultados finales; lo que sí pudiésemos aventurar es que a veces, eso de la felicidad, es arte, a veces es ciencia, pero casi siempre una mixtura, un delicioso maridaje de ambas cosas.
           
Lo que sí no podemos desconocer es que el maestro nunca fue ajeno a los laberintos, una de sus metáforas preferidas; y nunca fue especialmente lejano a lo que el pensador español José Antonio Marina (1939 - ) llama el Laberinto Sentimental (2000). Por eso, insistimos: más humano, imposible; más humano, difícil. De ahí, nuestro deseo de compartir con nuestra audiencia, soñada o real, algunas aproximaciones a uno de los laberinticos relatos borgianos.
            “Hablar de Borges es recordarlo por aquellos que tuvieron el privilegio de estar cerca de él y de frecuentarlo a través de una sostenida amistad” nos dice Marta Mosquera en un breve texto titulado “Borges el Memorioso y la Memoria del Boom”, en 1998, en la Revista Nacional de Cultura. Por eso acudimos al testimonio de una de sus cómplices de vida, de lo más informada y formada en la trama literaria.
            María Kodama (1937 - ), la devota y abnegada compañera del último y definitivo Borges, dijo alguna vez, en una entrevista para Radio Nacional de España, que su cuento preferido del escritor argentino era Las Ruinas Circulares, aunque, decía ella, Borges no compartía ese gusto suyo, pues el poeta consideraba ese cuento excesivamente barroco. María Kodama decía que lo prefería por considerarlo el cuento perfecto, de estilo perfecto; confesaba que incluso lo prefería más que El Aleph (1949), pese a que El Aleph posee, en palabras de Kodama, la maravilla de la descripción, único en ese sentido.
            Y es que ya desde su epígrafe, Las Ruinas Circulares  es todo un poema a la “And if he off dreaming about you…” Borges, haciendo gala de una de sus tantas y finas ironías y juegos ficcionales, nos coloca inmediatamente una referencia bibliográfica de la cual se supone ha sacado la cita mencionada: Trough the Looking – Glass, VI, que más o menos traducido, o traicionado, da igual, vendría a ser: A Través del Espejo, IV; un espejo que bien pudiera ser el de Alicia en el País de las Maravillas, o el espejo, ya post borgiano, que se encuentra la Sofía Amundsen de Jostein Gaarden (1952 - ) en El mundo de Sofía, Novela Sobre la Historia de la Filosofía (1991).
Ya esta entrada nos da pábulo para toda una jornada discurriendo sobre Borges y su escritura, pues sí algo obsesionó al autor fueron los espejos, que para él eran tan abominables como las cópulas pues, según él, ambas reproducen a los hombres. Pero además, en el abreboca epigrafial está presente otra de las grandes preocupaciones borgianas: el sueño, el mundo onírico, ese leiv motif que cruza todo el cuento del que nos estamos ocupando.

Por algo le insistía Borges a María Kodama que Las Ruinas Circulares era un cuento extremadamente barroco. Quizá, tendríamos que diferir del maestro - es sano a veces incordiar a nuestros maestros - es eso de que el cuento es “excesivamente” barroco; ciertamente que tiene bastante de barroquismo pero no en exceso. Y esto porque si algo subraya el movimiento barroco del siglo XVI es la delgada línea que separa el sueño de la vigilia, y sino que lo diga Pedro Calderón de la Barca (1600 – 1681) con La Vida es Sueño (1635). Normalmente asumimos que lo que nos ocurre durante la vigilia, mientras estamos “despiertos”, es real, lo “real”; y que lo que nos acontece mientras dormimos es “irreal”, ilusorio, irracional y caótico. El barroco lo que nos viene a decir es que hace falta ver cómo el hombre sueña dormido  pero sueña también despierto; nos espeta en la cara la escandalosa noticia de que acaso no somos sino el sueño de alguien; de nuestros padres que soñaban con tener un hijo a su imagen y semejanza; que somos el proyecto consumado de un hombre, o muchos, que planearon una profesión que yo, ilusamente, había creído que había sido mi elección. Si a ver vamos, buena parte de lo que somos, buena parte de lo que nos rodea, de lo que anhelamos, incluso, es el sueño, el deseo de alguien más, y, si no nos avispamos, como decimos coloquialmente, podemos pasarnos la vida viviendo el sueño de otros, trabajando para el sueño de un tercero.
En el fondo, desde el epígrafe, Borges no alerta, en Las Ruinas Circulares, acerca del peligro de vivir un sueño soñado por otro, y no nuestro propio sueño. Si solo reproduzco, cual espejo, el sueño de otro, no soy más que un fantasma, un espectro; eso lo sugiere el autor, no lo dice; y es que leer a Borges implica interpretar sus sugerencias, sus guiños literarios y metafísicos, sus insinuaciones; porque al final del día, esa es la lectura que exige el texto literario; no es más que un hacerse cómplice, hacerse discípulo de ese maestro que es el escritor, que es el libro; captar sentidos, de – velar significados; leer es re – leer, reescribir el texto. Leer a Borges es reinventarlo, es soñarlo y re – significarlo; es transitar por sus laberintos y hacer lo posible por salir ilesos de ellos; tan ilesos como sea posible; tan ilesos como sabemos que no se sale de los laberintos del amor, de los sentimientos, de las emociones y de la vida misma.  



Este texto fue presentado como ponencia en foro el 21 de abril de 2016, en la Universidad Simón Bolívar – Sede del Litoral, en el marco de la Semana del libro organizado por esa casa de estudios. El foro se llamó “Leer a Borges Hoy”. He de agradecer a mi amigo Maikel Ramírez la invitación a esa fiesta literaria y el propiciar el que me dedicará a componer estas líneas.

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