A propósito del día del libro: leer por el placer de pensar

El libro como camino al pensamiento

Rolando Javier Núñez Hernández

@Sisifodichoso

“El placer que se busca al leer es el placer de pensar” 

(Émile Faguet/escritor y crítico literario francés).



La filosofía nace y florece como un discurso oral, es verdad; pero luego es el libro, el texto escrito, el que permite que ese pensamiento, esa reflexión que nace siete siglos antes de Cristo, permanezca, trascienda a través del tiempo, llegue hasta nosotros y seguramente vaya más allá de nuestro tiempo. Irene Vallejo, en su ya destacada y comentada obra, El infinito en un junco (2019), nos dice que:

El nacimiento de la filosofía griega coincidió con la juventud de los libros, y no por azar. Frente a la comunicación oral —basada en relatos tradicionales, conocidos y fáciles de recordar—, la escritura permitió crear un lenguaje complejo que los lectores podían asimilar y meditar con tranquilidad. Además, desarrollar un espíritu crítico es más sencillo para quien tiene un libro entre las manos —y puede interrumpir la lectura, releer y pararse a pensar— que para el oyente cautivado por un rapsoda (p. 135). 

Esta hermosa coincidencia entre libro y logos no dice que, aunque la filosofía nace de experiencias y vivencias pre – filosóficas, es el ordenamiento escrito de imágenes, pensamientos y reflexiones donde cristalizan los juegos lingüísticos que permiten al hombre filosofar. Es en esa sublime relación de un libro que habla y un lector que ve, escucha y hace preguntas, donde germina y se revela la vida, la vivencia que implica el filosofar. Quizá es por esto que el novelista y ensayista francés André Maurois dice que “La lectura de un buen libro es un diálogo incesante en el que el libro habla y el alma contesta”.

Evidentemente, no podemos ignorar que el libro también puede ser usado para adoctrinar, para avasallar, para domesticar, pero toda vez que esa genial extensión del ser humano ha sido, o es, usada para esos fines innobles, pierde su esencia, se le desnaturaliza, pues su ser se define en el crear, en ampliar horizontes, estimular al lector para que ensanche su mundo, para que piense, a fin de cuentas, no para que renuncie a sus posibilidades reflexivas.

Nos aconsejaba San Juan de la Cruz: “Buscad leyendo y hallaréis meditando”, y es que, en el fondo, el libro lo que nos ofrece es la posibilidad de meditar, de reflexionar acerca de lo que nos ocurre, lo que se nos ocurre y acerca de lo que nos pudiera ocurrir. El libro es una ocurrencia en la historia universal y en nuestra historia personal.


Al celebrar el día del libro no podemos dejar de pensar que en nuestro país un grupito de personas decidió por todos los demás acabar con el mundo del libro, de la prensa escrita; ellos no se dedicaron a quemar libros, como hicieron los nazis, los inquisidores o los regímenes comunistas del siglo XX, no; aquí decidieron eliminar de un plumazo las exoneraciones arancelarias al libro y al papel, dejándonos en un país sin libros que recuerda con nostalgia los quioscos de periódicos con su oferta de prensa escrita, revistas y suplementos. Hoy, los amantes de los libros nos hemos tenido que refugiar en lo digital y gracias a ello nos mantenemos ligados a esa fuente nutricia que es el libro. Las redes de amigos que comparten e intercambian novedades y publicaciones mantienen vivo aquel proverbio anónimo que afirma: “El regalo de un libro, además de un obsequio, es un delicado elogio”. Este mismo hecho de la dificultad de acceder al libro nos plantea una estupenda oportunidad para pensar, para reflexionar.

 El libro se vincula a la filosofía, al pensar, en un doble sentido. Por una parte, el libro recoge las reflexiones ordenadas de alguien que se ha dejado interpelar por y ante el mundo; es decir, todos tenemos la posibilidad de filosofar pero solo unos cuantos se atreven, y de esos que se atreven, un grupo más pequeño aun se arriesga a poner por escrito esos pensamientos, pero de una u otra manera el libro da cuenta de ese atrevimiento que alguien ha tenido de “pensar el mundo”, su mundo; el pensamiento, la meditación, la reflexión está presente en el ensayo, en el poema, en el tratado (científico, filosófico o literario). 

Al mismo tiempo, quien lee un libro, sea este literario, filosófico o científico, se obliga a pensar acerca de aquello que lee. Ciertamente que hay niveles en el pensar que están relacionados con la madurez, creencias e intereses de quien lee, pero, quien más, quien menos, ponerse frente a lo que dice un libro exige reflexionar, plantearse preguntas, buscar respuestas; este es, a nuestro modo de ver, el verdadero lector, el que incordia al libro, el que lo cuestiona. 


Esto seguramente nos plantea un reto, desde el punto de vista educativo en particular y cultural en general, pues tampoco podemos negar esa tendencia presente entre nosotros a poner al libro en un estante o, incluso peor, en un altar, y relacionarnos con él como si de un oráculo se tratara, en donde todo lo se dice es palabra santa e inmaculada. No, no son para eso los libros, los libros están ahí para disfrutarlos, claro, para viajar con nuestra imaginación, para soñar mundos posibles, pero también para tomar posición ante ellos, para discutir con ellos, para estar de acuerdo, o no, con sus planteamientos, con su tesis o con sus tesis, porque todo el que escribe, así sea poesía o narrativa, tiene una tesis que va desarrollando en su obra. De modo que los libros están allí, sobre todo, para tomar posición ante el mundo. Ya lo decía Freire cuando afirmaba que leer no es pasear por las palabras; para el pensador y educador brasileño leer implica releer e incluso reescribir el texto, de eso se trata…




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