La Clase: Más allá de los muros de la escuela
Más Allá de Los Muros de la Escuela
Rolando J. Núñez H.
@Sisifodichoso
El buen maestro explica una asignatura y enseña mil
cosas más. Este parece ser el leiv motiv de la película francesa La clase (2008), dirigida por Laurent
Cantet. El excelente docudrama, inevitablemente, remite al maestro que lo ve a
los altibajos que ha tenido que vivir, y sufrir, en la cotidianidad de su aula
de clase. Sólo que François (el joven maestro que coprotagoniza, junto con sus
estudiantes, la cinta) lo hace, o por lo menos intenta, de una manera bien
particular; lo hace cual Sócrates moderno. No les enseña sólo lenguaje, les
enseña, sobretodo, a situarse ante los problemas triviales y los trascendentales
de la vida, de la vida de cada uno de ellos. Lo hace además, desde la certeza
de que la escuela no es una cápsula aislada de la realidad, sino que más bien,
la escuela recibe, reproduce y se alimenta de la vida que bulle incansablemente
en la calle, en los barrios, en las urbanizaciones, en la ciudad.
Así,
uno, de los varios méritos de la película, es que no ubica su historia en lo
abstracto, ni en lo rebuscado; mucho menos acude al efectismo al que nos tienen
ya tan acostumbrados los dramas norteamericanos. La trama discurre por los
meandros de la cotidianidad, la francesa claro, pero cotidianidad que coincide
en muchos sentidos con lo que nosotros, como maestros, hemos vivido, y vivimos,
en nuestras escuelas venezolanas.
François tiene ante sí la
representación de toda la fauna humana que podemos encontrar en un salón de
clases. Tiene a un Souleymane que se presenta como muy hermético y bravucón
pero que en el fondo se protege para ocultar su inseguridad. Está una Esmeralda
que se pavonea como insolente y contestataria pero que sólo al final nos confiesa
que es capaz de leer La República de
Platón y además degustarla, saborearla. Destaca una Khoumba que acusa al
maestro de ensañarse en contra de ella pero que termina siendo tan
participativa como la que más. Así pudiéramos recorrer al estudiante que
siempre tiene todas las respuestas, o a la que siente que no ha aprendido nada
después de todo un año escolar. También podemos hallar allí al que no le ve el
sentido a lo que hace o escucha dentro de los muros de la escuela.
La película también hace un paneo
por los prejuicios y lugares comunes que, cual fantasmas, deambulan por
cualquiera de las instituciones escolares por las que hemos transitado. En el
camino nos hemos conseguido con docentes que terminan concluyendo que los
muchachos no tienen redención posible, los que halan malamente del carro porque
“de algo hay que vivir”; están también, y en la película este es un grupo
mayoritario, los que sólo ven las relaciones que se dan dentro de una escuela
como un batiburrillo de formas y rutinas que, al final del día, no van a
ninguna parte.
Pero en una escuela, en toda
escuela, siempre vamos a conseguir a uno, o más, maestros que siguen teniendo
fe en lo que hacen, que miran hacia adelante y que confían en sus alumnos.
Pedagogos como François no entienden el encuentro con los estudiantes, en el
salón de clases, y fuera de él, como una batalla en donde o me impongo o me
someten, en donde o destruyo o me destruyen. Puede que el grueso de los
integrantes del magisterio, y buena parte de los alumnos, vean la cosa desde
esta dialéctica maniquea. Pero para los François que sí existen, en los liceos
franceses, y en los nuestros, el cara a cara con sus muchachos es una acto de
amor que espera en la epifanía espiritual, visceral e intelectual de esos chamos
que en múltiples ocasiones lo pueden llevar al borde del precipicio o a los
círculos infernales de La Divina Comedia de
Dante. François se sabe frágil y sabe de
la fragilidad de sus discípulos; pero también confía en sus fortalezas y en el
potencial de los adolescentes que tiene delante.
Lo que este joven maestro practica,
y vive, con sus alumnos es un diálogo que, teniendo como excusa las nociones
gramaticales, se empantana de vida, de afectividad, de emotividad. Es un debate
que a ratos se puede tornar agrio pero que en muchos momentos se termina
convirtiendo en una palestra en donde se dirimen gustos y disgustos, puntos de
vista, certezas y dudas, creencias y adherencias. François es un docente de
mente ágil e intelectualmente formada, lo que le asegura herramientas y
respuestas para las múltiples interrogantes y confrontaciones que le plantean
sus alumnos. Eso no implica tampoco que se las sepa todas y que en más de una
ocasión no se quede corto. También él comete errores y por momentos la situación
se le va de las manos, como cuando insulta a dos de sus alumnas. También aquí
tenemos que identificarnos con la trama y con el personaje, pues quien ha
estado dentro de un aula de clase, con jóvenes como los que tenemos hoy en día
en los pupitres, sabe que nunca falta un alumno que, en medio de su inmadurez o
de sus arrebatos hormonales, nos rete o provoque para medir nuestra reacción y sacar provecho de eso.
François sabe también que una de las
certezas que acompaña al maestro convencido es que él nunca, o casi nunca, va a
ver, ni a cosechar, los frutos de lo que sembró. A cierto maestro le ocurrió,
en la ciudad de Maracay, que una noche que tuvo que ir de urgencia a un centro
público de atención médica, se consiguió con que el galeno que lo atendió, y le
curó el mal que le aquejaba, era el mismo “malandro” insoportable que había
tenido diez años atrás como alumno, en un prestigioso colegio de la ciudad;
delincuente juvenil por el que además nadie, en el grupo de profesores, y hasta
representantes, apostaba nada en el futuro cercano. Cuando se despidieron, el
vivaz ex alumno, y ahora brillante profesional de la medicina, le espetó a su
otrora profesor, entre irónico y afectuoso: “Vio profesor, que aquel
insoportable sí sirvió para algo”. Y el maestro aquella noche reafirmó una
lección que hacía tiempo se había empezado a asomar en su libro de texto: “El
docente sabe cuándo siembra pero no sabe quién va a cosechar lo que él ha
plantado”.
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