FILOSOFÍA E INVESTIGACIÓN: LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA COMO BÚSQUEDA RADICAL
LA INVESTIGACIÓN EDUCATIVA COMO
BÚSQUEDA RADICAL
Rolando J. Núñez H.
@Sisifodichoso
El hombre se define más
por las preguntas que se hace que por las respuestas que da. Esta es,
probablemente, la postura filosófica más radical: “la pregunta”. Quizás por eso
Julián Rodríguez (SDB), en su libro ¿Cómo hacer
filosofía? ha querido demostrar que todos tenemos algo de filósofos, porque
de una u otra manera, filosofamos sin proponérnoslo. Esa misma capacidad que
tenemos para cuestionar nos ha permitido muchas veces escuchar,
especialmente en la UPEL - Maracay, la
pregunta del para qué de la filosofía en una carrera de educación. Son muchos
los estudiantes, y no deja de ser significativo el número de docentes ya
egresados de esta casa de estudios, los que me han hecho esta pregunta
retórica: ¿y para que me sirve a mi, docente de química (de educación física,
etc.), la filosofía? Otros simplemente
creen y afirman, que la filosofía es puro "bla, bla".
El problema es que, si somos un poco más acuciosos, nos daremos
cuenta de que la misma inquietud existe acerca de otras asignaturas
administradas por el Componente Docente de la UPEL. Cátedras como sociología,
psicología, investigación, etc., son percibidas por los estudiantes como de
relleno, como un mal necesario, pero no por lo que aportan a su formación
profesional, sino porque son un requisito académico ineludible. ¿Qué sentido
tienen estas asignaturas? ¿por qué están en el pensum?
El
ejercicio de la docencia ha sido visto durante mucho tiempo en nuestro país
como una “profesión” de improvisación, eminentemente empírica, en la cual
cualquiera que tenga buena voluntad, y un poco de ganas, puede desenvolverse.
Es probablemente de esa visión de la docencia, y del docente, de donde surge la
certeza de que cualquier formación académica elaborada sobra. Es muy posible
que muy pocas veces, o nunca, nos hayamos planteado la posibilidad de que el
docente es un intelectual: “el docente como intelectual”, así entre comillas,
porque tal parece que al decirse esto se está diciendo una herejía. Es bueno
puntualizar acá que cuando se habla de intelectual, nos estamos refiriendo a
alguien que se encuentra en continua búsqueda, en continua formación; que es
capaz de ir más allá de la rutina, de lo
aparente, de lo coyuntural, dado que la inquietud, como postura filosófica lo
define.
Esto,
para ser realistas, es casi una utopía, puesto que, si hacemos un análisis
superficial del desempeño de un gran número de los docentes venezolanos en la
actualidad, constataremos que la gran mayoría de los educadores se perciben a sí
mismos como incapaces de estar en continua formación y en continua preparación
intelectual. Popularmente decimos que el mucho leer es para locos. ¿Hay que ser
genios o locos para ser filósofo, para ser intelectual? ¿Y si así fuera?
La Transdisciplina como vía
Como
hemos partido de la premisa de que la pregunta me define como persona y como
filósofo, y por esto mismo de alguna manera todos somos filósofos, me permitiré
otra pregunta: ¿qué es un genio? ¿El genio nace o se hace? sin pretender
comprometerme con el discurso del cerebro triuno, hoy tan en boga y tan
banalizado, debo decir que creo firmemente que el genio se hace. Pienso también
que el genio no es un ser excepcional, que fue dotado por los dioses del Olimpo
de poderes especiales. El genio es ante todo un ser con mucha sensibilidad, con
un pensamiento independiente, perseverante, motivado al logro y un convencido
de su capacidad de trascender, de que puede ir siempre más allá. ¿Quién de
nosotros está imposibilitado de eso? Cómo hacerlo. Una vía me parece en la
actualidad la interdisciplinariedad. Decía el escritor Argenis Zuloaga en el
suplemento “Letra inversa” lo siguiente: “(...) para los individuos geniales,
no puede o no pudo jamás existir un ‘mundo especializado’ o ‘parcelado’
intelectualmente, por esa misma brillante capacidad para correlacionar las
diferentes cuestiones ‘interdisciplinarias’ por más insignificantes que fuesen.
Y fue, precisamente, el caso de Einstein, Freud, Picasso, Mozart, Ramón y
Cajal, Miguel Angel y el propio Bolívar”.[1]
Yo sólo me distanciaría del autor en el concepto de “interdisciplinaridad” para
asumir el de “transdisciplinariedad”, puesto que la primera parte del supuesto
de que se deben asumir los postulados fundamentales de la disciplina que se
transita, mientras que la segunda utiliza lo que le interesa, desde el punto de
vista metodológico, pero sin quedarse en ninguna de ellas.
En nuestro caso, como
docentes, como investigadores, esto se nos hace mucho más claro si tenemos
presente que nuestra meta y motivo fundamental es el hecho educativo. Sólo
desde la transdisciplinaridad podemos hablar de unas dimensiones del acto
educativo, y cobra sentido entonces la famosa red curricular que permanece
oculta a nuestros estudiantes.
Dimensiones del Acto Educativo
¿Cuáles son esas
dimensiones? ¿Qué las define y qué
asignaturas de nuestro pensum se ocupan de ellas? Quisiera comenzar este
análisis fenomenológico de las dimensiones del acto educativo aclarando que no
creo en ningún conocimiento abstracto y universal; antes bien, todo saber parte
de una situación histórica determinada, esto es, de un “contexto”. He aquí la
primera dimensión. Este contexto implica un marco social, económico y cultural;
de ahí deberían surgir las estructuras escolares, de las circunstancias
concretas. Esa dimensión es trabajada por la Sociología de la Educación.
Una segunda dimensión
educativa la constituye el “sujeto”, la persona. Las preguntas típicas u
“originarias” (en tiempos constituyentes) de esta dimensión son el “¿quién?”,
“¿a quién?”. Es la relación y el desempeño de ese binomio denominado educador -
educando lo que le preocupa a esta disciplina, y ellos dentro del grupo
escolar; este es el mundo de la psicología del aprendizaje, también conocida
como psicología educativa.
Pero ¿sobre qué se va a
hablar?, se nos revela aquí la tercera dimensión. La esfera de los valores, de
los conocimientos (que van mucho más allá de los contenidos vacíos y
abstractos). Este el campo de las normas sociales aprendidas, de los acuerdos
basados en los distintos saberes, de las habilidades, desempeños y destrezas.;
a esta disciplina la podemos llamar la de las distintas ciencias, porque nadie
ha excluido la especialización, aquí sólo se condena la miopía de no ver sino
mi conuco, mi ámbito de conocimiento, como único y exclusivo; esa es la visión
tradicional y radical del positivismo clásico. Quizás por eso nuestro
bachillerato está tan plagado de materias aparentemente aisladas, porque si de
algo está teñido nuestro sistema escolar es de positivismo, pasado por el tamiz
del conductismo skinneriano. El asunto es pues deslindarse de aquello que
Ortega y Gasset llamaba la condición del bárbaro; decía el filósofo español que
el especialista era un “bárbaro” puesto que sólo sabía de lo suyo y se olvidaba
del resto del mundo; el docente debe tener la suficiente capacidad, saber,
formación e información, como para tener la visión de conjunto de la realidad
en la que le toca vivir, trabajar y desempeñarse.
El otro gran filón de la
educación es el problema del método (y de la metodología); problema que ha
ocupado la historia de la filosofía y de la ciencia desde los filósofos
presocráticos o naturalistas, también llamados fisiólogos. Las preguntas claves
de este problema serán el “¿cómo?”; se preocupará también con qué medios
llegará a su objetivo; y se preocupa así mismo por los materiales, el tiempo y
el ritmo de cualquier proceso investigativo o intelectual en general. Este es
el horizonte de la Metodología de la investigación.
La última dimensión de
la que nos vamos a ocupar (ni más ni menos importante que las cuatro anteriores)
será aquella que se pregunta por la “finalidad” del acto educativo. El “¿Qué?”,
“¿para qué?” y “por qué”, son aquí cuestionamientos nodales. Este es el campo
de batalla de la Filosofía de la Educación. Es este contexto donde
ordinariamente surge la inquietud por las relaciones y pertinencia entre
filosofía y educación, entre filosofía y ciencia. Es el momento de decir pues
que la filosofía ha afectado el trabajo científico y pedagógico desde siempre
dado que eso que eso que llamamos ciencia nació
con los griegos y la tecnología aparece como una posibilidad
importante que se ve reflejada en el
papel del dios Hermes[2].
El filósofo alemán Martín Heidegger planteó la importancia de la tecnología
pero al mismo tiempo previene del peligro que implica traspasar el límite que
su utilización representa. La forma del pensamiento científico la propusieron
los griegos; esto nos da la magnitud de la relación entre ciencia y filosofía.
El Sentido Filosófico de la Educación
y la Investigación

La razón por la que no se le ve el sentido a la filosofía en la actualidad es que de alguna manera somos hijos de la tecnología, del lenguaje dígital, de la televisión por cable, etc., aunque no siempre las mayorías en Venezuela participen de los beneficios de todos estos productos de la modernidad; pero muchas veces somos participes por anhelo, por deseo, por proyección. Además de esto, lastimosamente, muchos profesores de filosofía no hemos sabido explorar la dimensión existencial de esta disciplina y nos hemos dedicado a dogmatizarla. En este sentido, resulta difícil vender la idea de que pensar es importante y de que puede ser una vía para mejorar nuestra realidad. Es duro pero hay que decirlo, en nuestro medio la formación docente y la proyección de la educación no abre posibilidades para que todo el potencial humano que hay en nuestros estudiantes pueda orientarse nuevamente al cultivo del espíritu con miras a una aplicación práctica, vivencial y humana. A esto habría que añadir que no faltan los docentes (de filosofía y de otras disciplinas) que ni se valoran a sí mismos ni les preocupa verdaderamente la formación de los estudiantes que tiene como responsabilidad formar; no es extraño conseguir profesores que dicen: “es que yo no me doy mala vida”; parece que la naturaleza del ser docente nos exige en muchas ocasiones “darnos mala vida”, es decir, preocuparnos por aquello que hacemos cotidianamente, por los resultados; el leer, el estudiar, el reciclarse día a día, en el docente, no es una elección, es una necesidad, es un imperativo categórico, para usar el lenguaje kantiano.
Para terminar, mientras
no indaguemos acerca del andamiaje teórico, cultural, psicológico, metodológico
y práctico de nuestro quehacer educativo, estaremos caminando sin rumbo. Esa es
la importancia de ver en perspectiva la totalidad, en vez de movernos en
compartimentos cerrados, y sin posibilidad de comunicación. Desde que tenemos
memoria hemos oído decir que la educación está en “crisis”; cuando vamos a ver
las soluciones propuestas para esta crisis nos conseguimos con que
invariablemente éstas se ubican en el plano de lo metodológico, de lo
didáctico; no es que esto no sea importante, pero quizá habría que plantarse la
pregunta: ¿y si el problema es más de fondo? ¿Y si el asunto es más bien
epistemológico o incluso epistémico? Ordinariamente del edificio vemos sus
paredes, sus puertas, sus ventanas, sus ornamentos, pero no vemos sus
cimientos, sus bases, que es lo que le sostiene; decía Antoine de Saint-Exupery
en esa genial obrita que es El principito:
“lo esencial es invisible a los ojos”. Para poder ver lo esencial, hay que ver
en perspectiva, y la filosofía, la investigación seria y fundamentada, y la
educación, nos pueden marcar un camino en esa dirección.
Este texto fue originalmente publicado en la revista “Pensar, Crear,
Resistir. Textos para una – otra crítica de la educación” (Año 1, Número 1,
Enero – Abril 2009. Ediciones de la Universidad Pedagógica Experimental
Libertador (UPEL – Maracay). Sub Dirección de Extensión)
[1] ZULOAGA
A. (1999). 216 años del nacimiento de “El ilustre caraqueño”. Orígenes de la
grandeza mental y la genialidad de El Libertador. Letra inversa, (25 de
julio), 7 – 8.
[2] Hermes,
mensajero divino griego, hijo de Zeus y de la Ninfa Maya. Dios de caminantes,
comerciantes, pastores y ladrones. Cfr. Albizu, J. (1981). Diccionarios Rioduero mitología
griega y romana. Madrid: Editorial Rioduero. P. 128.
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