“El rumor de las piedras”: una poética de la madre venezolana
“El rumor de las piedras”: una poética de la madre
venezolana
Rolando J. Núñez H.
El escritor (de una novela, de un
poema o de un guión de cine) no pretende, por lo general, hacer un tratado sociofilosófico;
no tiene porque hacerlo. Como artista re – crea la realidad y la presenta
bellamente al espectador, incluso cuando aquello que narra, o pinta, no se nos
aparezca tan bello, lo cual no excluye que lo hermoso esté oculto, velado y
exija, a lo Husserl, ser de-velado.
Esa lectura, esa percepción, esa
intuición de lo que subyace al texto, sea este musical, pictórico o
cinematográfico, pertenece a quien funge de espectador y une ciertos puntos en
la interpretación que implica todo conocer, todo vinculo con lo que nos rodea.
Seguro es que el objetivo de
Alejandro Bellame, director de El ruido
de las piedras (2011), era esculpir y
mostrar una obra artística que nos cantara acerca de la Venezuela que
diariamente vivimos, disfrutamos y padecemos, pero, cuando la película nos va
pasando por delante es mucho más lo que nos roza, nos llega y nos “cachetea”,
como bien dice Rossana Fernández (Delia), en entrevista publicada en un diario
de circulación nacional.

A primera vista la historia es una
más del montón que vuelve al trillado tema de la marginalidad y la delincuencia
en nuestras zonas populares; si nos tomamos la molestia de ir un poco más allá
de las apariencias descubriremos una pléyade de mundos, de sentidos, de
significados, que dotan de una riqueza estética, argumentativa y existencial
sorprendentes, veamos donde conseguimos eso.
Quizá el filón por donde mejor
logramos ad – mirar este paisaje visual, y auditivo, es por el desempeño de sus
personajes. Ayuda mucho decir que las actuaciones son limpias y muy bien
logradas, no hay ni sobreactuación ni inconsistencias en los personajes; todos
y cada uno nos hablan de esos hombres y mujeres con los que nos topamos
cotidianamente. Pero además el espíritu que anima la filmación está transido de
una sobria poesía que nos canta de manera hermosa los altibajos, los tragos
dulces y los amargos, de los personajes que habitan esta ficción, que no rebasa
la realidad, sino que la canta en la medida que la narra en su justa medida. Ya
de su título el director ha dicho “En algún lugar leí que muchos de los
sobrevivientes de la tragedia de Vargas recuerdan un ruido hondo, profundo y
gigantesco que se escuchaba en la madrugada y que era el sonido de las enormes
piedras que se desprendían montaña abajo. Pero también hace alusión a Miguel
Ángel, el gran artista del Renacimiento, quien decía que lo que hacía era
quitarle a las piedras lo que les sobraba para descubrir las esculturas que
estaban dentro. Y, de alguna manera, eso también nos lleva a pensar en el
título como una frase de la creación, arte y esperanza que hay en nuestro
pueblo”. El título pues, en las palabras del director, nos habla ya de dos
facetas fundamentales del venezolano: la trágica y la bella, la agónica y la
creativa, la sufriente y la gozosa (lejos de aquel viejo estereotipo
socio-antropológico que sostiene que el venezolano sólo “contempla”, y vive,
los misterios dolorosos y no se identifica ni con los gozosos ni con los
gloriosos).
Si regresamos a los personajes
palparemos esta trama vivencial que palpita en la cultura venezolana y que
Bellame nos entrega en forma poética. Vayamos de los más subalternos, en la
narrativa de la película, a los
principales, o a la principal, para ser más precisos, a Delia: la madre.
Si algunos personajes son
secundarios, o de masa (apelando a los clásicos análisis literarios que nos
enseñaban en el bachillerato) son los malandros en esta película. Ellos configuran
esa sombra indeseable y acechante que ha convertido las calles de nuestras
ciudades, pueblos y barrios, en esa Sodoma y Gomorra de las que todos queremos
escapar, aunque allí esté nuestro ser, nuestros vivir y nuestro sentir. Los
delincuentes son el lado oscuro, el bosque tenebroso, los ángeles del mal que
nos trasnocha. Junto a este maligno grupo hay que mencionar a Marisol (Arlette
Torres), la novia de William (hijo mayor de Delia), pues ella es una de esas
piezas maleadas que se inserta en las instituciones para facilitar la
delincuencia y el crimen.
Por ese mismo camino de sordidez
aparece “El Fauna” (Laureano Olivares), infaltable pícaro y desalmado que se
aprovecha de las carencias materiales, y afectivas, de mujeres que buscan una
mano amiga en medio de la agresiva fauna citadina. Pero el cuadro
cinematográfico de Bellame no es puramente nihilista. Del otro lado están esos
personajes que hacen pensar, con el Camus rebelde frente al absurdo, que “la
existencia sí vale la pena ser vivida”. Así, al lado de Delia siempre está
Chela (Verónica Arellano), la amiga que comparte penas y alegrías y que
representa esa parte de las mujeres venezolanas que ha decidido renunciar a
aquello que, culturalmente le define, a ser (o vivir) como Madre. Destaca también
David (Alberto Alifa), el artesano de las rocas que le hace la invitación a
Santiago (el hijo menor de Delia) a que aprenda a oír a las piedras, para que
eduque el oído. Pero David simboliza también a ese hombre venezolano a quien la
cultura popular venezolana (la vivida, no la reflexionada ni la académica) le
ha asignado un papel a lo largo de 500 años de historia: el “muerto”, como le
llama el amigo de Santiago, es ese hombre venezolano que trata de ser pareja,
que trata de ser padre, pero la vida, vivencia, no se lo permite; en Venezuela,
parece decirnos el personaje que encarna David, no hay padres ni maridos, sólo
hay hijos, ese es el sentido y significado que la trama vivencial venezolana
nos asigna.
Así llegamos al “núcleo” de la
familia en la película (y en Venezuela). Delia se vive desde, y para sus hijos,
no la define su ser mujer, no la define su humanidad, la define, según
Alejandro Moreno Olmedo, su “madredad”. Ha tenido que salir de su lugar de
origen, empujada por la tragedia natural, por el camino ha dejado un pedazo de
su ser, a su hija, se la ha arrebatado otra madre: la naturaleza; esa culpa la
acompaña noche y día. En el barrio capitalino donde ha recalado lucha
denodadamente por sacar adelante a sus dos hijos; el ambiente popular, del que
de otra no querría salir, la obliga a soñar con un sitio más amigable para
“levantar” a sus chamos; el barrio no la corre por popular, la corre porque ha
sido invadido por la violencia que no tiene control estatal y que mantiene en
jaque a la mayoría de los buenos hombres y mujeres que, como Delia, salen todos
los días a ganarse el pan, o la arepa.
William, el hijo mayor, y Santiago,
el menor (no el del Evangelio), son dos caras de una misma moneda. William -
destinado por la madre venezolana, y por la cultura, a ocupar el lugar que deja
“vacío” el padre siempre ausente – se pierde, se deja arrastrar, no por la
corriente del río que se llevó a su hermana, sino por el cauce del malandraje. Santiago es la otra cara de la moneda que, a
ratos, se ve tentado a cruzar la raya y ceder ante el seductor canto de sirenas
que significa la aparente vida fácil y emocionante que lleva su hermano.
No podía tener un momento culminante
más significativo la película cuando William, al enfrentarse con la policía,
toma rehenes y aparece como única tabla de salvación Delia, su madre. Es
fundamental este episodio por cuanto, si alguna posibilidad de redención tienen
en nuestra sociedad actual los delincuentes es en la madre; los sin – madre,
tienes menos o ninguna posibilidad; de esto da cuenta el libro Y salimos a matar gente (2009), que
recoge recientes investigaciones llevadas a cabo por el ya mencionado Alejando
Moreno y su equipo de investigadores.
El
ruido de las piedras…, no tiene visiones edulcoradas ni figuras cerradas;
nos propone un hermoso cuadro de la sociedad y la cultura venezolana que no
admite maniqueísmos ni extremismos: pinta bellamente la realidad policroma y
polifónica que vivimos a diario, realidad que a veces nos golpea y a veces nos
acaricia…
Comentarios
Publicar un comentario