Educación y Postmodernidad

EL VALOR DE EDUCAR EN TIEMPOS POSTMODERNOS
                                                                                                            Rolando J. Núñez H.

“Todos quieren saber pero nadie quiere pagar el precio”
(Juvenal)

           
Vivimos tiempos de profundas crisis. Nuestra  generación quiere saber de todo y opinar acerca de cualquier cosa. Se nos ha dicho que vivimos en la sociedad del conocimiento, en donde Internet te da acceso al bien y al mal; los más cuerdos han corregido la plana para prevenirnos al alertar que se trata más bien de la sociedad de la “información”, un mar de saberes y un milímetro de profundidad. Todos nos creemos capacitados para pontificar acerca del más y del menos, pero sin pasar por el necesario proceso de estudio y reflexión, del aprendizaje de la disciplina que exige el saber en forma segura y equilibrada.
            Nuestros estudiantes de hoy (niños, jóvenes y adultos), tienen muy claro cuáles son sus derechos, pero nada quieren saber acerca de sus deberes; es una edición generacional muy atrevida, muy osada, pero que no tiene idea de lo que implica poner en una balanza lo que debe dar y lo que puede exigir; acá el puedo, quiero y lo hago se impone al debo, me esfuerzo y soy consciente de donde terminan mis derechos y donde comienzan mis deberes.
            Esto lo podemos constatar, de modo muy concreto, en el día a día, en las aulas universitarias que, por ejemplo, forman, ¿o sólo in-forman?, al docente del mañana. Este estudiante toma posesión, desde el principio, de sus atribuciones y prebendas, como universitario: puede llegar a clase a la hora que mejor le convenga, o quiera, o simplemente no llegar; puede también desentenderse de los temas y textos a discutir, porque total ya no está en la escuela o liceo. El tomar notas o escribir algunas conclusiones, después de cada clase, es cosa del pasado, y no hablemos de aquello de sentarse a estudiar un par de horas diarias para fijar ciertos conocimientos o algunas ideas; eso es considerado anacrónico y hasta antipedagógico. La cuestión es que luego no hay manera de evaluar, o corroborar, por ningún medio, los saberes debatidos o manejados en la clase, porque no se recuerdan, porque no se comprenden planteamientos y todo va a para al boulevard de los sueños rotos, al valle de los sinsentidos y del olvido. Esta es luego la razón por la cual si se pide escribir un texto ensayístico, sólo atinarán a “cortar y pegar”; si se les pide una “prueba ensayo” se encontraran en el más absoluto desconcierto; pareciera que el análisis, la reflexión, la lectura cuestionadora y crítica se fueron, todos juntos, de vacaciones.

            Sin esta es la situación de los futuros conductores de la sociedad, se impone como urgente tomar distancia y posición frente a ese talante postmoderno, que como alternativa nos brinda el “todo vale” y el “¿para qué proyectos?”, “¿Para qué ideales?”.
Ahogarse en un vaso de agua

            Vivimos en la postmodernidad, que es, según han pontificado los versados en la materia, la “era del vacío”, el tiempo del vivir el momento, de volver al “comamos y bebamos que mañana moriremos” que tanto cultivaron los romanos, por lo menos los decadentes; es, en fin, el turno del “todo vale”, del vivir a la moda y sin preocupaciones de ningún tipo. Para algunos estudiosos de nuestra realidad venezolana este es un asunto que sólo debe preocupar a los europeos, y a los norteamericanos, en todo caso, pues, según ellos, nosotros ni siquiera hemos transitado por la modernidad; para otros, somos “otra” realidad totalmente distinta; según esta última postura las postmodernidad no nos toca, o lo hace muy tangencialmente.
Lo primero que se nos ocurre a los simples mortales al oír, o leer, a los teóricos es asumir que si ellos lo dicen pues sus razones tendrán y que así debe ser, pero, cuando nos conseguimos con estudiantes universitarios, y cantidad enorme de  profesionales, que están firmemente convencidos de que a las situaciones cotidianas, y a las no tan cotidianas,  no hay que darle tantas vueltas, porque eso no es sino “complicarse demasiado”, entonces tenemos necesariamente que empezar a cuestionarnos seriamente en torno a cuáles son los parámetros valorativos, culturales y existenciales de nuestros jóvenes y, en muchos caso, de los no tan jóvenes.
Todo esto viene a cuento porque  nos contaban hace unos días que cierto profesor de Introducción a la filosofía, de cuyo nombre no quiero acordarme, cervantinamente hablando, se dedicó durante varias semanas a convencer a sus estudiantes de lo importante que era interrogarse acerca de la realidad que nos circunda; les hizo ver como el hombre se define más por las preguntas que por las respuestas. A todo esto respondían los estudiantes afirmativamente, más o menos resignados, pero, cuando se presentó la primera oportunidad para debatir en torno a un problema que aquejaba al curso, la respuesta “salomónica” de una vivaz estudiante fue: “no nos ahoguemos en un vaso de agua”, dando así por concluida una conversación que ni siquiera había comenzado. Esto, como es lógico, nos da el talante y los niveles de análisis de los que disponemos en estos días que corren, puesto que si en un ambiente donde se había preparado el terreno para la discusión, para el debate y el diálogo nos conseguimos con una salida de este tipo, qué podemos esperar en el diario vivir que necesariamente toca lo político, lo económico, lo social, lo cultural e incluso lo afectivo, pero en donde en más de una ocasión se despachan los problemas con salidas fáciles tales como el chiste, la evasión del tema o endilgándole la culpa a alguien que pague los platos rotos.  
Quizá es hora entonces de preguntarnos qué está haciendo nuestra educación venezolana, en todos sus niveles y modalidades (qué y cómo se está enseñando), los medios de comunicación (¿qué contenidos privilegian y hacia dónde apuntan?), la familia (¿de qué hablan los padres con sus hijos y cómo  están criando?), las instituciones (¿tienen como norte el poder o un ciudadano virtuoso y feliz, como quería Platón?), etc., para formar en la crítica (en su sentido más amplio), en el análisis, en la reflexión, en la investigación y el debate serio de las ideas. Cuando todos nos pongamos a pensar en esto seriamente, quizás podamos entonces mostrarles a las jóvenes generaciones que la realidad nunca es superficial, que el superficial es el ojo de quien observa esa realidad epidérmicamente, alegremente.
            La comunidad de docencia frente al alumno postmoderno
“Desconfía del camino fácil,
puede que no conduzca a ninguna parte”.
Lo que sigue quiere apalabrar una vivencia, quizá cómica, tal vez trágica, probablemente trágico cómica,  que vivimos cotidianamente los docentes venezolanos, y muy particularmente los docentes de la UPEL – Maracay; la experiencia a la que queremos hacer referencia nos abre una ventana, pues lejos de sumirnos en la desesperanza nos da un cierto aire, un respiro que nos convoca al optimismo, a la apertura.  Tratemos de ilustrar lo que estamos asomando, con los hechos.
            A principios de semestre los estudiantes, recién llegados del bachillerato, están como a la expectativa; silenciosos observan, oyen; la clase, numerosa casi siempre, es un poema a la concentración y a la escucha. Después de unas cuantas semanas dos de las secciones destacan porque la disciplina de los primeros días empieza a relajarse. Comienzan  a llegar tarde, no leen los textos asignados, algunos se dedican, sin ningún pudor a  pasar mensajes con el celular; otros hablan entre ellos, muy pocos recogen notas o toman parte activa en la clase; no falta incluso alguna agraciada (o no tan agraciada) muchacha que obsequie al profesor con un enorme bostezo o voltee los ojos, al que tiene al lado, en señal de fastidio ante lo que en ese momento dice el docente. En esa quinta o sexta semana ya el número de participantes ha disminuido; algunos no volverán más, otros volverán intermitentemente y otros retornarán al final del semestre con alguna buena y lacrimosa historia que contar al profesor que será  un “humanista” si recibe todas las evaluaciones atrasadas, o un indolente e inhumano si no los recibe; aquí no hay términos medios; los “asesores de pasillo”, “sobadores de espalda de oficio” (colegas de los mencionados profesores), serán categóricos: “es que ese que no te recibió el trabajo no es pedagogo, es un incomprensivo”. También se les oirá decir: “es que esos estudiantes nuestros son pobres y vienen muy mal preparados, no se les puede exigir mucho”.
            De las dos secciones, arriba mencionadas, nos interesa anotar que cada una de ellas tomará caminos diferentes sobre la marcha y queremos acá compartir lo que a nuestro juicio interviene en esa bifurcación de la ruta. Con una de las secciones, después de conversar con los estudiantes en varias ocasiones sin resultados significativos,  el profe decide  acercarse a manifestar su preocupación sobre el asunto a la jefa del departamento; esta última se toma el asunto en serio y conversa con tres de las profesoras de la especialidad que trabajan con el grupo en cuestión. El cambio de actitud de los muchachos es inmediato: se nota más formalidad y atención en clase e incluso el rendimiento en las evaluaciones comienza a elevarse. Los jóvenes, pese a mantener las fallas y vacíos académicos que traen del liceo, asumen con más seriedad el curso. Han notado que el tema de su formación tienen que tomárselo en serio, que son ellos los responsables principales; que en el fondo esto no es un juego. Es evidente aquí que el trabajo de equipo de cinco docentes ha dado resultados; no han hecho nada del otro mundo, simplemente han cerrado filas frente a un grupo de personas que recién salen de la adolescencia (con todo lo que ya sabemos esto implica: crisis, proceso de maduración a medio camino, etc) y que además, de alguna manera, son producto de un sistema escolar, en la educación media, que adolece de los males que ya todos conocemos (indisciplina, falta de motivación, de docentes y alumnos, pérdida crónica de clase, ambientes físicos de clase deprimentes, etc). Quien los trata como minusválidos intelectuales es quien precisamente los deshumaniza, les hace un gran daño. Más aún, quien como docente no tiene claras sus prioridades y responsabilidades, lejos está de encaminar a un joven que anda en proceso de búsqueda de respuestas, que cree saberlo todo pero que ante los momentos críticos tiene que acudir al adulto del cual poco antes ha renegado. Que el aprendiz de brujo peque por inexperto se entiende, pero que el maestro se comporte adolescencialmente no se justifica. Aquí los cinco docentes han constituido, proponiéndoselo o no, una comunidad docente que mira hacia un mismo norte: la formación del grupo de estudiantes que la universidad le ha encomendado.
            La otra sección, de esta historia, sigue otro camino. Pese a que el docente conversa mucho más con el grupo que con el anterior, éste persiste en la dispersión, en el desorden, en la dejadez. Alguien dice al profesor: “Yo le doy clase también a esos “bebés” (usa el calificativo afectivamente); lo que te están haciendo a ti también se lo están haciendo a otro profesor. Pero para qué le mandas a estudiar cosas tan viejas; yo le pregunté a una de ellas que para qué les servía saber de esos autores”.
            Lo que aquí constatamos es un hecho que se repite una y otra vez en distintas instituciones de formación en la actualidad. Cuando hay una cierta unidad de criterios con respecto a lo que la institución quiere lograr se alcanzan objetivos que tienden a la seriedad, a la formación de hábitos, a la concreción de un futuro docente que se asume como responsable de su formación y de su vida. Cuando en las instituciones, en cambio,  proliferan el paternalismo (o maternalismo, en el caso de la educación venezolana), la justificación a priori de las fallas del estudiante, la crítica sin fundamento al trabajo del otro, los formandos entienden que pueden “pescar en río revuelto”. En ese contexto de banalización de la pedagogía se vuelve muy cuesta arriba proponer al estudiante un proyecto de compromiso consigo mismo y con la educación de su país.       
            Intentando una síntesis
¿Por qué contentarnos con vivir a rastras
cuando sentimos el anhelo de volar?
(Hellen A. Seller)
            ¿Cómo situarse ante este estado de cosas? ¿Cómo impacta esto a la escuela venezolana? Veamos. Acabo de terminar la corrección de un Trabajo de aula, una actividad en parejas (aunque nuca falta alguno que pregunta: “¿Pero y no puede ser de tres?”; siempre hay que insistir en que las parejas son de dos). El sabor amargo de los resultados vuelve infaltable y no puedo dejar de preguntarme: ¿cómo es que estudiantes universitarios que aspiran además a ser docentes pueden cometer tantos errores ortográficos, de redacción, de comprensión? ¿Qué han aprendido en once años de estudios en escuelas y liceos? El asunto no termina ahí, tampoco puede el profesor indagar sobre contenidos y conocimientos supuestamente manejados en los años anteriores; el saldo en este caso también es rojo, rojito… nunca mejor dicho.
            Para aquellos que hace rato pasamos la línea de los 30 y nos acercamos irremediable a los 40, no son ninguna novedad las fallas y lagunas de nuestro Sistema Escolar; es bien sabido que la calidad fue lentamente extinguiéndose en la escuela del llamado periodo democrático que va de 1958 a 1999. Lo trágico es que en los últimos años, eso que en el pasado era una falla, un vacío, un problema a ser resuelto, en los días que corren se ha convertido en un modo de ser, una manera de estar, dicho filosóficamente, una condición ontológica. Pareciera que ya no es un problema el que la educación no eduque, el que las instituciones de formación ya no formen, especialmente a aquellos que luego van a acompañar en su proceso de crecimiento intelectual y humano a las futuras generaciones. Es así como en muchas instituciones, medias y superiores, el profesor “chévere” es el que exige poco, enseña menos y casi nunca va a trabajar. Es común oír decir: “es que yo no me doy mala vida”, o “Ahora de lo que se trata es de aprender a aprender”. Por estos, y otros muchos caminos, vemos como un sin número de aulas de clase se convierten en una parodia de lo que debería ser un ámbito de aprendizaje, de intercambio de saberes y de producción de conocimientos.
            Es comprensible, aunque nunca justificable, el que el estudiante, sea del nivel que sea, por su situación misma de estar en proceso de formación, tienda a preferir al docente menos exigente; lo que no es racional, desde ninguna óptica, es que, paulatinamente, un grupo grueso de docentes, y de instituciones educativas, vayan engrosando este contingente que pretende “premiar la mediocridad y castigar la búsqueda de la calidad, de lo óptimo”.
            Más grave aún es que esta concepción y práctica de lo educativo se convierta en política de Estado. Hemos visto como últimamente se reparten títulos y certificados como si de caramelos en una piñata se tratara. Se han satanizado las pruebas internas de admisión en las universidades y la prueba del CNU ya es historia pasada. ¿Resultados? A nuestros centros universitarios ingresan estudiantes con gravísimas fallas de desempeño lingüístico, hábitos de estudio y capacidad intelectual; predispuestos además contra todo aquel que pretenda exigir un poco de disciplina académica. ¿A alguien se le habrá ocurrido pensar en las altas esferas de poder que al enfermo se le aplican
tratamientos y terapias en lugar de matarlo para resolver sus problemas de salud? Hasta ahora, lo que hemos constatado es que para salir del trance se ha pretendido matar al mensajero, a aquel que ha querido alertar sobre las deficiencias se le ha tildado de soberbio, de “rígido”, de intolerante, incluso de anti humanista. ¿No será que el que deshumaniza es aquel que trata con lástima al estudiante con el argumento de que es pobre o viene mal preparado? ¿No será eso una excusa para justificar las propias fallas o las pocas ganas de trabajar del maestro? Da que pensar…  
               



Este texto fue publicado en la revista "Pensar, Crear, Resistir. Textos Para Una-Otra Crítica de la Educación (Maracay, Año I, Número 2, Mayo-Agosto, 2009, pp.64-68) de la Subdirección de Extensión de la UPEL-Maracay 


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